viernes, 31 de mayo de 2013

Martires de la Humanidad




Todo hombre que muere por una idea es un mártir, puesto que para él las aspiraciones del espíritu triunfan sobre los pavores del animal.
Todo hombre que cae en la guerra es un mártir, puesto que muere por los demás.
Todo hombre que muere de miseria es un mártir, puesto que es un soldado herido en la batalla de la vida.
Aquellos que mueren por el derecho son tan santos en su sacrificio como las víctimas del deber, y, en las grandes luchas de la revolución contra el poderío, los mártires han caído por igual
en ambos lados.
El derecho constituye la raíz del deber, así que es nuestro deber luchar por nuestros derechos.
¿Qué es un crimen? Es la exageración de un derecho. El asesinato y el robo son negaciones de
la sociedad; es el despotismo aislado de un individuo que usurpa la realeza y hace la guerra a sus riesgos y a sus peligros.
Sin duda el crimen debe ser reprimido, y la sociedad debe defenderse, pero, ¿quién es acaso suficientemente justo, grande y puro, para tener la pretensión de castigar? paz entonces a todos los caídos en la guerra, aun si ésta no es legítima, puesto que han jugado su cabeza y han perdido; han pagado ya y no debemos reclamarles más.
¡Honor a todos aquellos que combaten con lealtad y bravura!, ¡que la vergüenza quede sólo para los traidores y los cobardes!
Cristo murió entre dos ladrones y llevó a uno de ellos junto con El, al cielo.
El reino de los cielos es para aquellos que luchan, y se le gana a brazo limpio.
Dios ha dado al amor una fuerza todopoderosa. El ama el triunfo sobre el odio, pero vomita la tibieza.
El deber está en vivir, ¡aunque no sea más que un instante!
Es bello haber llegado a reinar un día, una hora sola, hemos llegado a estar bajo la espada de Damocles o sobre la hoguera de Sardanápalo!
Pero es más bello haber tenido a sus pies todas las coronas del mundo y haber exclamado:
Seré el rey de los pobres, y mi trono estará sobre el Calvario.
Hay un hombre más fuerte que aquel que mata, y es el que muere para salvar.
No existen crímenes aislados, ni expiaciones solitarias. No existen virtudes personales, ni sacrificios perdidos.
Cualquiera que no sea irreprochable, es cómplice de todo mal, y cualquiera que no sea absolutamente perverso puede participar en todo bien.
Es por ello que un suplicio es siempre una expiación humanitaria, y toda cabeza que rueda sobre un cadalso puede ser cubierta de honores y saludada como la de un mártir.
Es por ello también que el más noble y santo de los mártires ha podido, tomando conciencia, encontrarse digno de la pena que le ha sido asignada y decir, saludando a la espada próxima a terminar con su vida: i Que se haga justicia!
Víctimas puras de las catacumbas romanas, protestantes y judíos masacrados por indignos cristianos.
Monjes de L'Abbaye y los Carmelitas, víctimas del reino del terror, monarquistas incinerados, revolucionarios sacrificados a su turno, soldados de nuestros grandes ejércitos, que habéis sembrado el mundo con vuestros huesos, vosotros todos los que habéis sido penosamente muertos, luchadores, osados de todas clases, valientes hijos de Prometeo, que no habéis temido ni
al rayo ni a los buitres, honor a vuestras cenizas dispersas. ¡Paz y veneración a vuestra
 memoria!
¡Habéis sido los héroes del progreso, los mártires de la humanidad!
 
 
 
 
 
 

jueves, 30 de mayo de 2013

Date un Alto, Cuanta Armonia a Tu Alrededor

Fe Grito de la Razón


La fe no es la credulidad tonta, propia de la ignorancia maravillada. La fe es la conciencia y la confianza del amor. La fe es el grito de la razón que persiste en negar el absurdo, aun delante de lo desconocido. Es un sentimiento necasario al alma, como la respiración a la vida: es la dignidad del corazón y la realidad del entusiasmo. La fe no consiste en la afirmación de talo cual símbolo, sino en una aspiración constante y verdadera a todas las verdades ocultas tras los simbolismos. ¿Un ser humano rechaza una idea indigna de la divinidad, destroza las falsas imágenes, se rebela contra las idolatrías odiosas, y vosotros diríais que se trata de un ateo? Los perseguidores de la decadente Roma llamaban también ateos a los primeros cristianos, en vista de que éstos no adoraban a los ídolos de Calígula o de Nerón. Negar toda una religión, filosofía y ciencia e incluso todas las religiones, antes que adherirse a fórmulas que la conciencia rechaza, es un valiente y sublime acto de fe. Todo hombre que sufre por sus convicciones es un mártir de la fe. El podrá no saber explicarse, pero prefiere la justicia y la verdad antes que cualquier otra cosa; no le condenemos sin oírle. Creer en la verdad suprema no es definirIa, y declarar que se cree en ella es reconocer que se la ignora. El apóstol San Pablo limita toda la fe a dos cosas: Creer que Dios existe y que El recompensa a quienes le buscan. La fe es más grande que las religiones, puesto que necesita menos de los artículos de la creencia. Un dogma cualquiera no constituye sino una creencia y pertenece a una comunión especial; la fe es un sentimiento común a la totalidad de la humanidad. Cuanto más se discute para precisar, menos se cree; un dogma viene a ser una creencia 'que una secta se apropia, con lo cual se queda con una parte de la fe universal. Dejemos que los sectarios hagan y rehagan sus dogmas, a los supersticiosos que detallen y formulen sus supersticiones, dejemos a los muertos que sepulten a sus muertos como dijo el Maestro, y creamos en la verdad indecible, en el absoluto que la razón admite sin comprenderlo, en aquello que presentimos sin saberlo. Creamos en la razón suprema. Creamos en el amor infinito y miremos con piedad las estupideces de la escolástica y las barbaries de la falsa religión. ¡Oh hombre! Dime lo que tú esperas y te diré lo que tú vales. Tú oras, tú ayunas, tú velas, ¿y crees que con ello vas a escapar solo, o casi solo, a la inmensa perdición de los hombres devorados por un Dios celoso? Eres un hipócrita y un impío. Haces de la vida una orgía y esperas la nada como sueño, eres, pues, un enfermo o un insensato. Estás dispuesto a sufrir como los otros y por los otros y esperas la salud de todos, eres entonces sabio y justo. Esperar no es vivir en el temor. Sentir temor de Dios. ¡Qué blasfemia! El acto de esperanza es la oración. La oración es la expansión del alma en la sabiduría y el amor eternos. Es la mirada del espíritu hacia la verdad, es el suspiro del corazón hacia la suprema belleza. Es la sonrisa del niño hacia su madre. Es el murmullo del bien amado que se inclina hacia los brazos de su bien amada. Es la dulce alegría del alma amorosa que se diluye en un océano de amor. Es la tristeza de la esposa en la ausencia de su esposo. Es el suspiro del viajero que piensa en su patria. Es el pensamiento del pobre, que trabaja para alimentar a su esposa y sus hijos. Oremos en silencio y elevemos hacia nuestro Padre desconocido una mirada de confianza y de amor; aceptemos con fe y resignación la parte que El nos ha dado en las penurias de la vida, y todos los latidos de nuestro corazón serán palabras de oración. ¿Acaso tenemos necesidad de mostrar a Dios aquellas cosas que le pedimos y El no conocerá lo que nos es necesario? ¡Si lloramos, ofrezcámosle nuestras lágrimas; si estamos alegres, ofrezcámosle nuestra sonrisa; si El nos golpea, bajemos la cabeza; si El nos acaricia, durmamos entre sus brazos! Nuestra oración llegará a ser perfecta cuando oremos sin saber que lo estamos haciendo. La oración no es un clamor que ensordece los oídos, es un silencio que penetra en el corazón. Dulces lágrimas vienen a humedecer los ojos, y los suspiros se escapan como el humo del incienso. En ella, nos sentimos presa de un amor inefable por todo lo que es bondad, verdad y justicia; una vida nueva palpita en ella y no tememos el morir, pues la oración es la vida eterna de la inteligencia y el amor, es la vida de Dios sobre la tierra. ¡Amarse los unos a los otros, he aquí la ley y los profetas! Meditad y comprended estas palabras. ¡Y cuando las hayáis comprendido no leáis más, no busquéis más, no dudéis más, amad! ¡No seáis más sabios, no seáis más eruditos, amad! Esta es toda la doctrina de la verdadera religión; religión significa caridad y Dios mismo no es sino amor. Os he dicho ya, amar es dar. El impío es aquel que absorbe a los demás. El hombre piadoso es aquel que se expande hacia la humanidad. Si el corazón del hombre concentra en sí mismo el fuego con el cual Dios le ha animado, es un incendio que todo lo devora y no dejará sino cenizas; pero si dejamos que irradie hacia los demás, se convertirá en un dulce sol de amor. El hombre se debe a su familia, la familia se debe a la patria, la patria a la humanidad. El egoísmo humano merece el aislamiento y la desesperación; el egoísmo de la familia merece la ruina y el exilio; el egoísmo de la patria merece la guerra y la invasión. El hombre que se aísla de todo amor humano diciendo: Yo serviré a Dios, se equivoca. Pues, dice el apóstol San Juan, ¿si no amamos al prójimo a quien vemos, como podremos amar a Dios, a quien no vemos? Es preciso dar a Dios lo que es de Dios, pero no por ello se debe rehusar al César lo que es del César. Dios es aquel que da la vida. César es aquel que puede dar la muerte. Es preciso amar a Dios y no temer al César, pues está escrito en el libro sagrado: Aquel que hiera por la espada, perecerá por la espada. ¡Queriendo ser buenos, seréis justos; al querer ser justos, seréis libres! Los vicios que hacen al hombre semejante a la bestia, son los primeros enemigos de su libertad. ¡Mirad a un borracho y decidme si puede ser libre en medio de tal inmundicia brutal! El avaro maldice la vida de su padre y, como el cuervo, tiene hambre de carroña. El ambicioso quiere ruinas, es un envidioso que delira; el libertino escupe sobre el seno materno y colma de engendros las entrañas de la muerte. Todos estos corazones sin amor son castigados con el más cruel de los suplicios: el odio. Pues bien sabemos que el propio pecado lleva consigo su expiación. El que obra el mal es como una vasija de terracota mal acabada, la fatalidad le romperá.

martes, 28 de mayo de 2013

La Unidad rebelde, reconciliada con la trinidad soberana

 
 
 
En el primer ardor de la vida, el hombre había olvidado a su madre y no entendía a Dios sino

como un padre inflexible y celoso.

El sombrío Saturno, armado de su guadaña parricida, se entregó a devorar a sus propios hijos.

Júpiter poseía relámpagos que aterraban al Olimpo, y Jehová truenos que ensordecían la

soledad del Sinaí.

Sin embargo, el padre de los hombres, llegando a estar ebrio como Noé en una ocasión, reveló

al mundo los misterios de la vida.

Psique, divinizada por sus tormentos, llegó a ser la esposa del amor. Adonis resucitado volvió

a encontrar a Venus en el Olimpo; Job, victorioso del mal, recobró más de lo que había perdido:

La leyes una prueba del coraje.

Amar la vida, mas no temer a las amenazas de la muerte, es merecer la vida.

Los elegidos son aquellos que osan. ¡Desgraciados los tímidos!

Así los esclavos de la ley que se hicieron tiranos de las conciencias, y los servidores del temor,

y los avaros de la esperanza, y los fariseos de todas las sinagogas y todas las iglesias ¡ellos son

los réprobos y los malditos por el Padre!

Cristo, ¿no fue acaso excomulgado y crucificado por la sinagoga?

Savonarola, ¿no fue quemado por orden de un soberano pontífice de la religión cristiana?

¿No son acaso los fariseos de hoy los que eran en tiempos de Caifás? Si alguno hablara en

nombre de la inteligencia y del amor, ¿le escucharían?

Fue arrancando los hijos de la libertad a la tiranía de los faraones como inauguró Moisés el

reino del Padre.

Fue quebrantando el insoportable yugo del fariseísmo mosaico como Jesús convidó a todos los

hombres a la fraternidad del hijo único de Dios.

Cuando caigan los últimos ídolos, cuando se rompan las últimas cadenas materiales de las

conciencias, cuando los últimos verdugos de profetas y silenciadores del Verbo sean confundi- I

dos, será entonces el reino del Espíritu Santo.

¡Gloria, pues, al Padre que ha sepultado el ejército del faraón en el mar Rojo!

¡Gloria al Hijo que ha rasgado el velo del templo, cuya pesada cruz, al ser colocada sobre la

corona de los césares, ha inclinado su frente contra la tierra!

¡ Gloria al Espíritu Santo, que debe barrer de la tierra con su soplo terrible a todos los ladrones

y los verdugos, para dar lugar al banquete de los hijos de Dios!

¡ Gloria al Espíritu Santo, que ha prometido la conquista de la tierra y del cielo al ángel de la

libertad!

El ángel de la libertad ha nacido antes de la autora del primer día, antes del despertar mismo

de la filosofía y la ciencia,  inteligencia, y Dios le ha llamado la estrella de la mañana.

¡Oh, Lucifer!, te has apartado por tu desdeñosa voluntad del cielo donde el sol te bañaba en su

esplendor, para explorar con tus propios rayos los campos incultos de la noche.

Tú brillas cuando el sol se oculta, y tu centelleante mirada precede al comienzo del día.

Caes para remontarte de nuevo. Escoges la muerte para conocer mejor la vida.

Para las glorias pasadas del mundo eres la estrella de la tarde.

Para la verdad que renace, el bello lucero de la mañana.

La libertad no es la licencia, ya que la licencia es tiranía.

La libertad es guardiana del deber, puesto que ella reinvindica el derecho y la ciencia.

Lucifer, a quien edades de tinieblas han convertido en genio del mal, será verdaderamente el

ángel de luz cuando haya conquistado la libertad al precio de su reprobación, y haga uso de esta

libertad para someterse al orden eterno, inaugurando así las glorias de la obediencia voluntaria.

El derecho no es sino la raíz del deber. Hace falta tener para dar.

Así, vemos cómo la más alta y profunda poesía explica la caída de los ángeles.

Dios había concedido a sus espíritus la luz y la vida. Luego les dijo: Amad.

¿Qué es amar?, respondieron éstos.

Amar es darse a los otros, les dijo Dios. Los que amen sufrirán, pero ellos serán amados.

Tenemos derecho a no dar nada y no queremos sufrir, dijeron los espíritus enemigos del amor.

Permaneced en vuestro derecho, respondió Dios, y separémonos. Yo y los míos queremos

amar y aun morir por amor. ¡Es nuestro deber!

El ángel caído es, pues, aquel que desde el comienzo ha rehusado amar. El no ama, y en ello

consiste todo su suplicio. El no da, y en ello estriba toda su miseria. El no sufre, y ésta es su

vacuidad. El no muere, y en ello encuentra su exilio.

El ángel caído no es Lucifer, el portador de luz, sino Satán, el calumniador del amor.

Ser rico es dar; no dar nada es ser pobre. Vivir es amar; no amar nada es estar muerto. Ser

dichoso es entregarse; no existir más que para sí es condenarse a sí mismo y arrojarse al infierno.

El cielo es la armonía de los sentimientos generosos. El infierno es el conflicto de los instintos

desencadenados.

El hombre de derecho es Caín, que mata por envidia a Abel; el hombre de deber es Abel,

quien muere por amor a manos de Caín.

Tal ha sido la misión de Cristo, el gran Abel de la humanidad.

No es por derecho que debemos atrevernos a osarIo todo; es por deber.

El deber es la expansión y el gozo de la libertad. El derecho aislado es el padre del

servilismo.

El deber es la devoción; el derecho es el egoísmo.

El deber es el sacrificio; el derecho es la rapiña y el robo. El deber es el amor; el derecho es el

odio.

El deber es la vida infinita; el derecho es la muerte eterna.

Si hace falta combatir para la conquista del derecho, no es sino para adquirir el poder del

deber. ¿Por qué, pues, podríamos ser libres sino para amar, entregarnos y ser semejantes así a

Dios?

Si es preciso llegar a infringir la leyes porque ella encierra al amor en el miedo.

Aquel que quiera salvar su alma la perderá, dice el libro santo, y aquel que consintiera en

perderla, la salvará.

¡El deber es amar: perezca todo aquello que sirve de obstáculo al amor! Silencio de los

oráculos del odio. ¡Aniquilación para los falsos dioses del temor y el egoísmo! ¡Vergüenza a los

esclavos avaros del amor!

¡Dios ama a los hijos pródigos!

lunes, 27 de mayo de 2013

Hombre y Mujer Inteligencia y Amor

 

 
 
El hombre es el amor en la inteligencia, la mujer es la inteligencia en el amor.

La mujer es la sonrisa del creador satisfecho de su creación;

descansa luego de haberla creado, como dice la parábola celeste.

La mujer está antes que el hombre, puesto que ella es madre, y todo le está perdonado de

antemano, puesto que alumbra con dolor.

La mujer se ha iniciado primero a la inmortalidad por la muerte; entonces el hombre la ha

visto tan bella y ha comprendido su generosidad de tal manera que no ha querido sobrevivirla y la

ha amado más que a su vida, más que a su felicidad eterna.

¡Dichoso proscrito! ¡Puesto que ella le ha sido dada por compañera de su exilio!

Pero los hijos de Caín se han rebelado contra la madre de Abel y han esclavizado a su madre.

La belleza de la mujer se ha convertido en una presa para la brutalidad de los hombres sin

amor.

Entonces, la mujer ha cerrado su corazón como un santuario ignoto y ha dicho a los hombres

indignos de ella: «Soy virgen, pero anhelo ser madre, y mi hijo os enseñará a amarme.»

¡Oh, Eva, sed salva y adorada en tu caída!

¡Oh, María, sed bendita y adorada en tus dolores y en tu gloria!

¡Santa crucificada que habéis sobrevivido a vuestro Dios para sepultar a vuestro hijo, sed para

nosotros la última palabra de la divina revelación!

Moisés llamó a Dios Señor, Jesús le llamaría Padre, y nosotros pensando en Vos diremos a la

Providencia: «¡Tu eres nuestra madre!»

Hijos de mujer, perdonemos a la mujer caída.

Hijos de mujer, adoremos a la mujer regenerada,

Hijos de mujer, que hemos reposado sobre su seno, hemos sido acunados en sus brazos y

consolados por sus caricias, amémosla y amémonos entre nosotros.

Los Profetas Son Solitarios

 
 
Los profetas son solitarios, puesto que su destino es no ser escuchados jamás.

Ellos ven más que los demás; ellos previenen las desgracias que traerá el porvenir. Por tanto,

se les aprisiona o se les mata, se les escarnece o se les destierra como a leprosos, dejándoles

morir de hambre.

Luego, cuando aquellos acontecimientos llegan, se dice: son ellos quienes nos han traído la

desgracia.

Ahora, como sucede siempre en víspera de grandes desastres, nuestras calles están llenas de

profetas.

Yo les he encontrado en las prisiones; he visto cómo mueren olvidados en la miseria.

Toda la gran ciudad ha visto a uno, cuya profecía silenciosa consistía en recorrer

incesantemente y cubierto de harapos los palacios del lujo y la riqueza.

He visto a uno cuyo rostro irradiaba como el de Cristo; tenía las manos callosas y el traje

propio de un obrero; amasaba epopeyas con barro. Juntaba la espada del derecho al cetro del

deber, y sobre esta columna de acero y oro, inauguraba el signo creador del amor.

Un día, en una gran asamblea del pueblo, descendió a la calle llevando en su mano un pan que

rompía en pedazos y distribuía diciendo: ¡Pan de Dios, hazte pan para todos!

Conozco otro que grita: No quiero adorar al Dios del demonio; no quiero un verdugo por mi

Dios. ¡Y han pensado que blasfemaba!

No era así, pero la energía de su fe se desbordaba en palabras imprudentes e inexactas.

Y continuaba diciendo, en medio de la locura de su caridad ofendida: Todos los hombres son

solidarios y penan los unos por los otros en la misma forma en que reciben unos por otros.

El castigo del pecado es la muerte.

El pecado en sí mismo es también un castigo, y el más grande de ellos. Así, un gran crimen no

es sino una gran desgracia.

El peor de los hombres es aquel que se cree mejor que los demás.

Los hombres apasionados son excusables, ya que son pasivos. Pasión quiere decir sufrimiento

y redención por el dolor.

Lo que llamamos libertad no es sino una fuerza todopoderosa de atracción divina. Los mártires

decían: vale más obedecer a Dios que a los hombres.

El más imperfecto de los actos de amor vale más que la mejor palabra de piedad.

No juzguéis, hablad sólo lo necesario, amad y actuad.

Otro más ha venido y ha dicho: Protestad contra las malas doctrinas con las buenas obras, pero

no os separéis de nadie.

Reconstruid todos los altares, purificad todos los templos, Y aprestaos para la visita del

espíritu de amor.

Que cada uno ore según su rito y comulgue con los suyos, pero sin condenar a los demás.

La práctica de una religión nunca es despreciable, por el contrario, es signo de un pensamiento

grande y santo.

Orar juntos es comulgar con una misma esperanza, una misma fe y una sola caridad.

El símbolo nada es por sí mismo. Es la fe la que lo santifica.

La religión es el lazo de unión más sagrado y fuerte de toda asociación humana; hacer un acto

religioso es hacer un acto humanitario.

¿Cuándo llegarán por fin los hombres a comprender que no hace falta disputar sobre aquello

que ignoramos?

¿Cuándo sentirán que un poco de caridad vale más que una gran cantidad de dominio e

influencia?

¿Cuándo respetará todo el mundo lo que Dios mismo respeta en la más ínfima de sus criaturas:

la espontaneidad de la obediencia y la libertad del deber?

Entonces, no habrá más que una religión en el mundo, la religión cristiana y universal, la

verdadera religión católica que nunca renegará por restricciones de lugar o de personas.

Mujer, dijo el Salvador a la samaritana, en verdad te digo que llegará el día en que los

hombres no adorarán a Dios ni en Jerusalén ni sobre esta montaña, pues Dios es espíritu, y sus

verdaderos adoradores deberán servirle en espíritu y en verdad.

 
 


 
 
 


 

sábado, 25 de mayo de 2013

El Legado de Moises

 
 
Moisés nos ha legado cinco libros y la ley se resume en dos testamentos.
 
La Biblia no es una historia, es una colección de poemas, un libro de imágenes y alegorías.

Adán y Eva representan los arquetipos primordiales de la humanidad; la serpiente tentadora es

el tiempo con sus pruebas; el árbol de la ciencia es el derecho; la expiación mediante el trabajo es

el deber.

Caín y Abel son analogía de la carne y el espíritu, la fuerza y la inteligencia, la violencia y la

armonía.

Los gigantes son los antiguos usurpadores de la tierra; el diluvio es símbolo de una gran

revolución.

El arca es la tradición que se conserva en el seno de una familia: en aquella época, la religión

era un misterio y propiedad privada de una raza. Cam es maldito por haberlo revelado.

Nemrod y Babel son dos alegorías primitivas del despotismo personal y del imperio universal

soñado siempre por éste; buscado sucesivamente por los persas, Alejandro, Roma, Napoleón, los

sucesores de Pedro el Grande, y siempre inconcluso a causa de la dispersión de intereses,

simbolizada por la confusión de lenguas.

El imperio universal no debe realizarse por la fuerza, sino por la inteligencia y el amor. Así,

pues, a Nemrod, hombre regido por el derecho salvaje, la Biblia enfrenta a Abraham, hombre

regido por el deber que busca la libertad y la lucha a través del exilio en tierra extranjera, de la

cual se adueña por la inteligencia.

El tiene una esposa estéril, es su inteligencia, y una esclava fecunda, es su fuerza; pero cuando

la fuerza ha producido su fruto, la inteligencia se torna a su vez fecunda, y el hijo de la

inteligencia provoca el exilio del hijo de la fuerza. El hombre de inteligencia es sometido a rudas

pruebas; debe confirmar sus logros mediante el sacrificio. Dios quiere que inmole a su hijo, es

decir, que la duda debe probar el dogma y que el hombre intelectual debe estar presto a

sacrificarse ante la razón suprema. En tonces, Dios interviene: la razón universal cede ante los

esfuerzos del trabajo, ella se muestra a la ciencia, y solamente es inmolado el lado material del

dogma. Este es representado por el carnero, cuyos cuernos han quedado enredados en la maleza.

La historia de Abraham es así un símbolo en el antiguo estilo, y contiene una gran revelación de

los destinos del alma humana. Leída al pie de la letra, es un relato absurdo y chocante. San

Agustín nunca tomó al pie de la letra el asno de oro de Apuleyo. ¡ Pobres grandes hombres!

La historia de Isaac es otra leyenda. Rebeca es la típica mujer oriental, laboriosa, hospitalaria,

parcial en sus afectos, astuta y retorcida en sus manejos. Jacob y Esaú son de nuevo los dos

caracteres antes simbolizados en Caín y Abel, pero aquí Abel se venga: la inteligencia

emancipada triunfa por la astucia. Todo el genio israelita está condensado en la imagen de Jacob,

el paciente y laborioso suplantador que cede a la cólera de Esaú, llega a ser rico y compra el

perdón de su hermano. Nunca debemos olvidar que cuando los antiguos querían filosofar,

inventaban una historia.

La historia o leyenda de José contiene ya en germen todo el genio del evangelio, y el Cristo, al

ser desconocido por su pueblo, ha debido llorar más de una vez recordando aquella escena donde

el gobernador de Egipto se arroja al cuello de Benjamín, lanzando un fuerte grito: «¡Yo soy

José!»

Israel llega a ser el pueblo de Dios, es decir, el conservador de la idea y el depositario del

verbo. Está expuesta aquí la idea de la independencia humana y de la realización por el trabajo,

idea que se esconde con cuidado como un precioso germen. Un signo doloroso e indeleble se

imprime sobre los iniciados, toda imagen de la verdad está prohibida, y los hijos de Jacob velan,

espada en mano, por la unidad del tabernáculo. Hamor y Shechem pretenden introducirse por la

fuerza en la familia santa y perecen, junto con su pueblo, luego de una fingida iniciación. Para

dominar sobre los pueblos hace falta que el santuario se imponga a base de sacrificios y terror.

La servidumbre de los hijos de Jacob prepara su liberación: ellos tienen una idea, y no se

puede encadenar una idea; ellos poseen una religión, y no se puede violentar una religión; ellos

son, en fin, un pueblo, y no se ata a todo un pueblo. La persecución suscita vengadores. La idea

se encarna en un hombre. Moisés se eleva y el faraón cae, y la columna de nubes y llamas que

precede a un pueblo liberado avanza majestuosamente por el desierto.

Cristo es sacerdote y rey por la inteligencia y por el amor. El ha recibido el óleo santo, la

unción del genio, unción de la fe y de la virtud, que es la fuerza.

El viene cuando el sacerdocio se encuentra extenuado, los viejos símbolos han perdido su

virtud y la patria de la inteligencia está arrasada.

El viene para llamar a Israel a la vida, y si no puede conmover a Israel, asesinado por los

fariseos, resucitará al mundo, j abandonado. al culto muerto de los ídolos!

¡El Cristo, es el derecho del deber!

El hombre no tiene otro derecho que el de cumplir con su deber.

¡Hombre, estás en el derecho de resistir hasta la muerte a cualquiera que te impida realizar tu

deber!

¡Madre! Tu hijo se ahoga; un hombre te impide socorrerle; tú herirás a ese hombre y correrás a

salvar a tu hijo!... ¿Quién, pues, osará condenarte?..

Cristo ha venido para oponer el derecho del deber al deber del derecho.

El derecho entre los judíos era la doctrina de los fariseos. En efecto, ellos parecían haber

adquirido el privilegio de dogmatizar: ¿no eran acaso los legítimos herederos de la sinagoga?

Ellos tuvieron derecho para condenar al Salvador, y el Salvador sabía que su derecho estaba en

oponerse a ellos.

Cristo es la protesta viva.

¿Pero la protesta contraqué? ¿De la carne contra la inteligencia? ¡No!

¿De la atracción física contra la atracción moral? ¡No, no!

¿De la imaginación contra la razón universal? ¿De la locura contra la sabiduría? ¡ No, y mil

veces no, de nuevo!

Cristo es el deber real, que protesta eternamente contra el derecho imaginario.

Es la emancipación del espíritu que quiebra la servidumbre de la carne.

Es la devoción, que se rebela contra el egoísmo.

Es la modestia sublime que responde al orgullo: ¡ No te obedeceré!

Cristo está viudo, Cristo está solo, Cristo está triste: ¿Por qué?

Es que la mujer se ha prostituido.

Es que la sociedad es convicta de robo.

¡Es que la alegría egoísta es impía!

¡Cristo es juzgado, es condenado, es ejecutado, y se le adora! Esto puede ocurrir acaso en un

mundo menos serio que el nuestro.

Jueces del mundo en que vivimos, estad atentos y pensad en Aquel que ha de juzgar vuestros

juicios.

Pero, antes de morir, el Salvador ha legado a sus hijos el símbolo inmortal de salvación: la

comunión.

Comunión, unión común, última palabra del Salvador del mundo.

¡El pan y el vino, repartidos entre todos, ha dicho El, es mi carne y es mi .sangre!

El ha dado su carne a los verdugos, su sangre a la tierra, que ha querido beberla, y ¿por qué?

Para que todos compartan el pan de la inteligencia y el vino del amor.

¡Oh, signo de unión de los hombres!, joh, mesa común!, ¡oh, banquete de la fraternidad y la

igualdad, ¿cuándo serás mejor comprendido?

Mártires de la humanidad, vosotros todos que habéis dado vuestra vida a fin de que todos

tengan el pan que alimenta y el vino que fortifica, ¿no diríais también, imponiendo las manos

sobre estos signos de la universal comunión: esta es nuestra carne y nuestra sangre?

Y vosotros, hombres del mundo entero, vosotros a quienes el Maestro llamó sus hermanos:

¡Oh, no sentís acaso que el pan universal, el pan fraternal, el pan de la comunión, es Dios!

Deudores del crucificado.

Vosotros todos, que no estáis dispuestos a dar a la humanidad vuestra sangre, vuestra carne y

vuestra vida, no sois dignos de la comunión del Hijo de Dios. ¡ No hagáis correr su sangre sobre

vosotros, pues os dejará manchas sobre la frente!

No aproximéis vuestros labios al corazón de Dios. El percibirá vuestra mordedura.

No bebáis la sangre de Cristo, pues os quemará las entrañas; ¡ya es suficiente con que haya

corrido inútilmente para vosotros!
 

viernes, 24 de mayo de 2013

Razon De Los Misterios

 
 
Siendo la fe una aspiración hacia lo desconocido, el objeto de la fe es, absoluta y

necesariamente, el misterio.

Para formular sus aspiraciones, la fe se ve obligada a tomar de lo conocido imágenes y

aspiraciones.

Pero ella utiliza de manera singular estas formas, y las reúne de una manera que no es posible

para el orden común. Tal es la razón profunda del aparente absurdo del simbolismo.

Veamos un ejemplo:

Si la fe afirma que Dios es impersonal, se podría concluir de ello que Dios no es más que una

palabra o, en el mejor de los casos, una cosa.

Si ella afirma que Dios es una persona, se representaría de ello un infinito inteligente, bajo la

forma, necesariamente delimitada, de un individuo.

Ella nos dice: Dios es Uno, en tres personas, con lo cual expresa que es concebible en El la

unidad y el número.

La fórmula del misterio excluye necesariamente la inteligencia misma de esta fórmula, en

tanto que ha sido prestada del Verbo de las cosas conocidas, pues, si pudiéramos comprenderla,

ella no estaría expresando lo desconocido, sino lo conocido.

Entonces pertenecería a la ciencia más que a la religión o a la fe.

El objeto de la fe es como un problema matemático donde la incógnita escapa a los

procedimientos de nuestra álgebra.

La matemática absoluta se limita a probar la necesidad y, por consiguiente, la existencia de

este principio desconocido, que se representa por una incógnita intraducible.

La ciencia avanzará en su indefinido progreso, pero éste siempre se referirá a lo finito, y nunca

podrá encontrar en este lenguaje la expresión de lo infinito. Así, el misterio es eterno.

Hace falta aportar a la lógica de lo conocido una profesión de fe, para hacer brotar de ella y de

sus bases positivamente lógicas el reconocimiento de la imposibilidad para explicar lo

desconocido a través de la lógica.

Para los israelitas, Dios estaba separado de la humanidad; El no habitaba en las criaturas, lo

cual representa un egoísmo infinito.

Para los musulmanes, Dios es una palabra, ante la cual debemos prosternarnos, sobre la fe de

Mahoma.

Para los cristianos, Dios se halla revelado en la humanidad, El se prueba a través de la caridad,

y reina mediante el orden de la jerarquía constituida.

La jerarquía es así guardiana del dogma. Ella quiere que se respete en éste la letra y el espíritu.

Los sectarios que, en nombre de su razón, o mejor, de su sinrazón individual, se han atrevido a

tocar el dogma, han perdido al hacerlo el espíritu de caridad y se han excomulgado ellos mismos.

El dogma católico -es decir, universal- merece este bello nombre en cuanto resume todas las

aspiraciones religiosas del mundo; afirma la Unidad de Dios, junto con Moisés y Mahoma, y

reconoce en El la Trinidad infinita de la eterna generación, siguiendo a Zoroastro, Hermes y

Platón; concilia con el Verbo único de San Juan los números vivientes de Pitágoras, y esto

pueden constatarlo la ciencia y la razón. Así, este dogma es el más perfecto ante la misma razón y

ante la ciencia y el más completo que hasta ahora ha logrado producirse en el mundo. Si la

ciencia y la razón están de acuerdo en ello, no les pedimos nada más.

Dios existe, no hay sino un solo Dios, y El castiga a quienes obran el mal, ha dicho Moisés.

Dios está por doquier, está dentro de nosotros, y lo que hacemos de bien a los seres humanos

lo hacemos a El, dijo Jesús. ¡Temed!, tal es la conclusión del dogma de Moisés. ¡Amad!, es la

conclusión del dogma de Jesús.

El ideal de la vida de Jesús en la humanidad es la encarnación.

La encarnación necesita la redención y la logra, en nombre, ya no de la solidaridad, sino de su

reverso, o sea, la comunión universal, principio dogmático del espíritu de caridad.

Sustituir el arbitrio humano por el legítimo despotismo de la ley, colocar, en otros términos, la

tiranía en lugar de la autoridad, ha sido la obra de todos los protestantismos y de todas las democracias.

Lo que los hombres llaman libertad, no es más que la sanción de una autoridad ilegítima,

o mejor, la ficción del poder no sancionado por la autoridad.

Juan Calvino protestaba contra los inquisidores de Roma, para darse a sí mismo el derecho de

quemar a Miguel Servet. Todo pueblo que se haya liberado de un Carlos I o un Luis XVI ha

tenido que sufrir un Robespierre o un Cronwell, y siempre hay un antipapa, más o menos

absurdo, detrás de todos los movimientos contra el papado legítimo.

La divinidad de Jesucristo no existe sino dentro de la Iglesia católica, a la cual ha transmitido

jerárquicamente su vida y sus poderes divinos. Esta divinidad es sacerdotal y real por comunión,

pero fuera de ella toda afirmación de la divinidad de Jesucristo es idólatra, ya que El no sabría ser

un Dios separado de los otros.

Poco importa para la verdad católica el número de los protestantes.

¿Si todos los hombres fueran ciegos, acaso sería ésta una razón para negar la existencia del

sol?

La razón, al ir en contra del dogma, prueba ampliamente que ella no lo ha inventado, pero se

ve forzada a admirar la moral que resulta de este dogma. Así, si la moral es una luz, hace falta

que el dogma sea un sol; la claridad no proviene de las tinieblas.

Entre los dos abismos del politeísmo y el deísmo absurdo y limitado, no hay sino un posible

camino en el medio: el misterio de la Santísima Trinidad.

Entre el ateísmo especulativo y el antropomorfismo, no hay más que un término medio: el

misterio de la encarnación.

Entre la fatalidad inmoral y la responsabilidad draconiana que lleva a la condenación de todos

los seres, no hay más que un medio: el misterio de la redención.

La Trinidad es la fe.

La encarnación es la esperanza.

La redención es la caridad.

La Trinidad es la jerarquía.

La encarnación es la divina autoridad de la Iglesia.

La redención es el sacerdocio único, infalible, indefectible y católico.

La Iglesia católica posee así un dogma invariable y, por su misma constitución, se halla en la

imposibilidad de corromper la moral; ella no innova, sino que explica. Así, por ejemplo, el

dogma de la Inmaculada Concepción no es nuevo, sino que está contenido por entero en el

Teotokón del concilio de Efeso, y éste a su vez es una rigurosa consecuencia del dogma católico

de la encarnación.

Por lo mismo, la Iglesia católica no hace las excomuniones, sino que se limita a declararlas. y

sólo ella puede hacerlo, puesto que sólo ella es guardiana de la unidad.

Por fuera de la nave de Pedro, no existe sino el abismo. Así, los protestantes son como

aquellos que, fatigados por el cabeceo, se arrojaran ellos mismos al mar para escapar a marearse.

Es acerca de la catolicidad, tal como está constituida en la Iglesia romana, que haría falta

aplicar lo dicho por Voltaire de Dios, con tanto atrevimiento.

Si ella no existiera, haría falta inventaria. Pero si existiera un hombre capaz de inventar el

espíritu de caridad, también habría inventado a Dios. La caridad no se inventa. Ella se nos revela

por sus obras, y es así como podemos exclamar junto con el Salvador del mundo: ¡Dichosos los

puros de corazón, pues ellos verán a Dios!

Comprender el espíritu de caridad es llegar a la inteligencia de todos los misterios.

jueves, 23 de mayo de 2013

Religion, Humanidad y Amor


 
 
La religión existe en la humanidad, como en el amor. Ella es única, como él.

Como él, ella puede existir o no existir en talo cual alma; pero, se la acepte o se la niegue, ella

existe en la vida y en la humanidad como en la naturaleza, y es indiscutible ante la ciencia e

incluso ante la razón.

La verdadera religión es aquella que siempre ha existido, existe y existirá siempre.

Se puede afirmar que la religión es esto o aquello: la religión es lo que es. Es ella misma, y las

falsas religiones son las supersticiones que la imitan, que toman prestado de ella, mentirosas

sombras de su ser.

Puede decirse de la religión lo que se afirma del verdadero arte: los bárbaros ensayos en la

pintura o la escultura son tentativas de la ignorancia para llegar a la verdad. El arte se prueba por

sí mismo, irradia con su propio esplendor y es único y eterno como la belleza.

La verdadera religión es bella, y es por este divino carácter que ella se impone a los respetos

de la ciencia y al asentimiento de la razón.

La ciencia no sabría afirmar o negar sin temeridad aquellas hipótesis del dogma que son

verdades por la fe; pero está en capacidad de reconocer a ciencia cierta la religión única y verda

dera, es decir, aquella que merece entre todas este nombre de religión, al reunir en sí todos los

caracteres que informan a esta grandiosa y universal aspiración del alma humana.

Una sola cosa, que es evidentemente divina para todos, se manifiesta en el mundo.

Es la caridad.

La obra de la verdadera religión está en producir, conservar y dar expansión al espíritu de

caridad.

Para conseguir dicho fin, hace falta que ella posea en sí misma todos los signos de la caridad,

de suerte que se la pueda llamar con toda propiedad una caridad organizada.



Y, ¿cuáles son los signos de la caridad?

Es San Pablo quien nos los indicará: La caridad es paciente.

Paciente como Dios, puesto que es eterna como El. Ella sufre todas las persecuciones sin

llegar jamás a perseguir a nadie.

Ella es amable y amorosa; atrae hacia sí al pequeño, y no rechaza al grande.

Ella no es celosa; ¿de qué o de quién podría serIo? ¿Acaso no tiene ella la mejor parte, de que

nunca será despojada?

Ella no es revoltosa ni intrigante.

Ella carece de orgullo. No tiene ambición, ni egoísmo, ni cólera.

No supone nunca el mal ni triunfa jamás por la injusticia, ya que tiene puesta toda su alegría

en la verdad.

Ella todo lo sufre, sin tolerar nunca el mal,

Ella todo lo cree. Su fe es sencilla, sumisa, jerárquica y universal.

Ella todo lo sostiene. y nunca impone un peso que no hubiera soportado la primera.

La religión es paciente: es la religión de los grandes trabajadores del pensamiento; es la

religión de los mártires.

Ella es amable como Cristo y los apóstoles, como Vicente de Paúl y Fenelón.

Ella no envidia las dignidades ni los bienes de la tierra. Es la religión de los padres del

desierto, de San Francisco de Asís, y San Bruno, de las hermanas de la caridad y los hermanos de

San Juan de Dios.

Ella no es revoltosa ni intrigante. Ella ora, hace el bien y espera.

Ella es humilde y dulce. No inspira sino la devoción y el sacrificio. Ella posee, en fin, todos

los signos de la caridad, ya que es la caridad misma.

Los hombres, por el contrario, se muestran impacientes, perseguidores, celosos, crueles,

ambiciosos, injustos, y lo hacen incluso en nombre de esta religión a la que ellos podrán

calumniar, pero nunca harán mentir. Los hombres pasan y la verdad es eterna.

Hija de la caridad y creadora a su turno de ella, la verdadera religión es en esencia realizadora;

ella cree los milagros de la fe, ya que los realiza a diario en cuanto practica la caridad. Porque una

religión que vive la caridad bien puede vanagloriarse de realizar todos los sueños del amor

divino. En esta forma, la fe de la iglesia jerárquica transforma en ella el misticismo en realismo,

por la eficacia de sus sacramentos.

Por muchos símbolos y muchas figuras que existan, si éstos no se apoyan en la gracia, no

podrán dar realmente lo que prometen. La fe lo anima todo, convierte de alguna manera todo en

forma visible y palpable. Las mismas parábolas de Jesucristo poseen un cuerpo y un alma. En

ellas se muestra a Jerusalén la casa del rico malvado. Los simbolismos dispersos de las religiones

primitivas, dados de lado por la ciencia y privados de la vida de la fe, se asemejan a osamentas

blanquecinas, como las que cubrían los campos de Ezequiel. El espíritu del Salvador, que es

espíritu de fe y caridad, ha insuflado sobre esta materia inerte, y todo lo que estaba muerto ha

recobrado una vida tan real que no reconoceríamos en los vivos de hoy a los cadáveres de ayer. Y

no es necesario reconocerles, puesto que el mundo ha sido renovado, y ya San Pablo ha quemado,

en Efeso, los libros de los hierofantes. ¿Fue la suya una acción bárbara, un gran atentado contra la

ciencia? No, puesto que su intención era quemar los antiguos sudarios de los resucitados, para

ayudarles a olvidar la muerte. ¿ Por qué, pues, hoy nos tornamos hacia los orígenes cabalísticos

del dogma? ¿Por qué relacionamos las figuras de la Biblia con las alegorías de Hermes? ¿Es para

condenar a San Pablo? ¿O acaso para llenar de dudas a los creyentes? Ciertamente no. Pero tampoco

los creyentes tendrían necesidad de nuestro libro. Ellos no lo leerán, ni querrán

comprenderlo.

Sin embargo, queremos mostrar, frente a la locura inmensa de aquellos que no admiten que la

fe se liga a la razón de todos los siglos, a la ciencia de todos los sabios. Queremos forzar la libertad

humana hacia el respeto de la autoridad divina, a la razón, para que reconozca las bases de la

fe, para que a su turno, la fe y la autoridad nunca más lleguen a proscribir la libertad ni la razón.

miércoles, 22 de mayo de 2013

La Fe es la sustancia de las cosas que se esperan.

 
 
La Unidad es el principio y la síntesis de los números, es la idea de Dios y del hombre, es la
alianza de la razón y la fe.
La fe no puede ser opuesta a la razón. Ella es requerida por el amor, ella es idéntica a la
esperanza. Amar es creer y esperar, y este triple vuelo del alma es llamado virtud, puesto que es
preciso el coraje para emprenderlo. Pero, ¿qué coraje podría haber en ello si no existiera la
posibilidad de la duda? Así, el poder dudar ya implica la duda. Ella es la fuerza equilibrante de la
fe, y en esto reside su mérito.
La naturaleza misma nos induce a creer, pero las fórmulas de fe son productos sociales de las
tendencias de la fe en una época concreta. En esto se basa la infalibilidad de la Iglesia, infalibilidad
de evidencia y de hecho.
Dios es necesariamente el más desconocido de todos los seres, puesto que no podemos
definirlo sino en sentido inverso a nuestra experiencia. El es todo lo que nosotros no somos, es lo
infinito opuesto a lo finito por hipótesis contradictoria.
La fe y, por consiguiente, la esperanza y el amor son tan libres, que el hombre, lejos de poder
imponerlos a los demás, tampoco puede imponerlos a sí mismo.
Se consideran, pues, como una gracia, dice la religión. Pero, ¿puede concebirse la exigencia de
esta gracia, es decir, que se pueda obligar a los hombres a aceptar lo que llega libre y gratuitamente
del cielo? No otra cosa desearíamos para ellos.
Razonar sobre la fe es no razonar, ya que el objeto de la fe se encuentra fuera del alcance de la
razón. Si se me pregunta: ¿Existe un Dios? respondo: Así lo creo. Pero, ¿está usted seguro? Si
estuviese seguro no lo creería, ló sabría.
Formular la fe es acordar los términos de una hipótesis común.

La fe comienza allí donde la ciencia termina. Aumentar el campo de la ciencia sería, en
apariencia, disminuir el de la fe. Pero, en realidad, equivale a agrandarlo en igual proporción, ya
que se estaría amplificando su base.
Sólo podemos llegar a definir lo desconocido a través de sus correspondencias supuestas e
imaginables con lo conocido.
La analogía era el dogma primordial de los antiguos magos. Dogma en verdad mediador,
puesto que es mitad científico y mitad hipotético, mitad razón y mitad poesía. Este dogma ha sido
y será siempre el generador de todos los demás.
¿Quién es el Hombre-Dios? Es aquel que realiza en la vida más humana el más divino ideal.
La fe viene a ser una divinización de la inteligencia y del amor, dirigidos por el consejo de la
naturaleza y la razón.
Es así esencial a las cosas de la fe el ser inaccesibles a la ciencia, dudosas para la filosofía e
indefinidas para la certeza.
La fe es una realización hipotética y una determinación convencional de los fines últimos de la
esperanza. Es la adhesión a los signos visibles de las cosas que no vemos.
Sperandarum substantia rerum

Argumentum non apparentium

Para poder afirmar sin enardecemos que Dios existe o que no existe, hará falta partir de una
definición razonable o irracional de Dios. Pero, para ser razonable, esta definición deberá ser
hipotética, analógica y negativa respecto a lo finito que conocemos. Se puede negar a un dios
cualquiera, pero al Dios absoluto no es posible negarle, puesto que tampoco es posible probarle.
Se le supone razonablemente y se cree en El.
Dichosos aquellos de corazón puro, porque ellos verán a Dios, ha dicho el Maestro. Ver por
medio del corazón es creer, y si esta fe se remonta al verdadero bien, ella nunca será engañada, ya
que no busca una definición de acuerdo a las arriesgadas inducciones de la ignorancia individual.
Nuestros juicios, en materia de fe, se aplican a nosotros mismos, y nos será dado conforme a lo
que hayamos creído. En esta forma, nosotros nos hacemos a semejanza de nuestro ideal.
Que aquellos que hacen los dioses llegan a ser semejantes a ellos, dice el salmista, así como
todos los que les otorgan su confianza.
El ideal divino del viejo mundo ha forjado la civilización que ahora termina, y no hay que
desesperar al ver al dios de nuestros bárbaros ancestros convertirse en el demonio de nuestros
más iluminados hijos. Se hacen diablos de los dioses de antaño, y Satán mismo no sería tan
incoherente y deforme si no estuviera hecho por los residuos desgarrados de antiguas teogonías.
Es la esfinge sin palabra, es el enigma sin solución, es el misterio sin verdad, es el absoluto sin
realidad y sin luz.
El hombre es hijo de Dios en cuanto que Dios encarnado, manifestado y realizado sobre la
tierra se ha llamado Hijo del hombre.
Es después de haber concebido a Dios en su inteligencia y en su amor que la humanidad ha
podido comprender el Verbo sublime que ha dicho: ¡Hágase la luz!
El hombre es la forma del pensamiento divino, y Dios es la síntesis idealizada del pensamiento
humano.
Así, el Verbo de Dios es revelador del hombre, y el Verbo del hombre es revelador de Dios.
El hombre es el Dios del mundo, y Dios es el hombre del cielo.
Antes de decir: Dios quiera, el hombre ha querido.
Para comprender y honrar a Dios todopoderoso, es preciso que el hombre sea libre.
Al obedecer y abstenerse por temor del fruto de la ciencia, el hombre había sido inocente y
estúpido como el cordero; al tornarse curioso y rebelde como el ángel de luz, él mismo ha cortado
el cordón de su ingenuidad y ha caído libre sobre la tierra, llevando consigo a Dios en su caída.
Por esto, se eleva junto con el gran condenado del calvario desde el fondo de esta caída
sublime, y, glorioso, entra junto con él en el reino de los cielos.
Pues el reino de los cielos pertenece a la inteligencia y al amor, ambos hijos de la ¡libertad!
Dios ha mostrado al hombre la libertad como una amante y, para probar su corazón, ha hecho
pasar entre ambos el fantasma de la muerte.
El hombre ha amado esta libertad y se ha sentido Dios; ha dado por ella lo que Dios le había
concedido a él: la eterna esperanza.
Se ha lanzado hacia su amada desafiando a la sombra de la muerte y el espectro se ha
desvanecido.
El hombre ha poseído la libertad. Ha comprendido la vida.
Paga ahora por tu pasada gloria, ¡oh, Prometeo!



1 La fe es la sustancia de las cosas que se esperan. la evidencia de las cosas que no se ven.

Tu corazón, devorado sin cesar, no puede morir; es tu verdugo, el buitre, y Júpiter, quienes
morirán.
Un día, despertaremos al fin de los penosos sueños de una vida atormentada. La obra de
nuestra prueba habrá terminado y seremos entonces suficientemente fuertes ante el dolor como
para ser inmortales.
Entonces, viviremos en Dios una vida más plena, y descenderemos a su obra con la luz de su
pensamiento, seremos arrebatados en lo infinito por el soplo de su amor.
Seremos sin duda la raíz de una nueva raza; los ángeles de los hombres futuros.
Mensajeros celestes, vagaremos en la inmensidad y las estrellas serán nuestros blancos navíos.
Nos transformaremos en dulces visiones para el descanso de los ojos que lloran; recogeremos
lirios radiantes en desconocidas praderas y esparciremos el rocío sobre la tierra.
Acariciaremos el párpado del niño para inducirlo al sueño y regocijaremos con dulzura el
corazón de la madre, ante el espectáculo de la belleza de su hijo bienamado.

 

lunes, 20 de mayo de 2013

Definicion de Dios por la Fe

 
Dios no puede ser definido sino por la fe. La Ciencia se muestra incapaz de negar o afirmar su
existencia.
Dios es el objeto absoluto de la fe humana. En lo infinito, El es la Suprema Inteligencia y el Creador del orden. En el mundo, El es el Espíritu de Caridad.
Es así el Ser universal una máquina fatal que produce eternamente las inteligencias con base en el azar, o un Inteligencia providencial que dirige las energías para el mejoramiento de los
espíritus.
La primera hipótesis repugna a la razón. Es desesperante e inmoral.
La ciencia y la razón deben, pues, inclinarse a la segunda.
Si, Proudhon, Dios es una hipótesis; pero es una hipótesis tan necesaria que, sin ella, todos los
teoremas llegan a ser absurdos o dudosos.
Para los iniciados en la Kábala, Dios es la Unidad absoluta que crea y anima los números.
La unidad de la inteligencia humana demuestra la unidad de Dios.
La clave de los números es la de los símbolos, puesto que éstos son figuras analógicas de la
armonía que proviene de los números.
Las matemáticas no sabrían demostrar la ciega fatalidad, ya que ellas son la expresión de lo
exacto, y éste es el carácter de la más alta razón.
La unidad demuestra la analogía de los contrarios. Es el principio, el equilibrio y el fin de los
números. El acto de fe parte de la unidad y retorna a ella.
Esbozaremos una explicación de la Biblia por medio de los números, ya que la Biblia es el
libro de las imágenes de Dios.
Preguntaremos a los números la razón de los dogmas de la religión eterna, y ellos siempre nos
responderán reuniéndose en la síntesis de la unidad.
Las páginas siguientes intentan una explicación sencilla de las hipótesis kabalísticas. Estas no
se basan en la fe y las presentamos sólo como curiosas investigaciones. No está en nuestras
manos innovar en lo referente al dogma, y lo que afirmamos como iniciados se subordina
plenamente a nuestra obediencia como cristianos.

domingo, 19 de mayo de 2013

Vertigo Ante el Misterio


El espíritu humano siente vértigo ante el misterio. El misterio es el abismo que atrae sin cesar

nuestra curiosidad inquieta ante sus increíbles profundidades.

El más grande misterio del infinito es la existencia de Aquel para quien todo carece de

misterio.

Al comprender el infinito que es en su esencia incomprensible, El mismo es el misterio

infinito y eternamente insondable, es decir, que El es, bajo toda apariencia, ese absurdo por

excelencia en el que creía Tertuliano.

Necesariamente absurdo, puesto que la razón debe renunciar para siempre a comprenderlo;

necesariamente accesible por creencia, puesto que la ciencia y la razón, lejos de llegar a demostrar

que no existe, se ven fatalmente movidas a reafirmar la fe en su existencia y a adorarlo ellas

mismas con los ojos cerrados.

Siendo este absurdo la fuente infinita de la razón, la luz que eternamente resurge de la eterna

tiniebla, la ciencia, esta Babel de la mente, puede doblar y multiplicar sus espirales siempre en

ascenso, podrá hacer oscilar la tierra, pero nunca llegará al cielo.

Dios es aquello que eternamente estamos aprendiendo a conocer. Por tanto, nunca llegaremos

a ello totalmente.

Sin embargo, el dominio del misterio es un campo abierto a las conquistas de la inteligencia.

Se puede llegar allí con audacia; nunca se llegará a reducir su extensión; tan sólo se cambiará de

horizonte. Todo saber es el sueño de lo imposible, pero desgraciado de aquel que no osare

aprenderlo todo y que no comprenda que para saber alguna cosa es preciso resignarse a estudiar

siempre.

Se dice que para aprender bien hace falta olvidar muchas veces. El mundo ha seguido este

método. Todo lo que se cuestiona en nuestros días ha sido ya resuelto por los antiguos, con

anterioridad a nuestros anales, sus soluciones escritas en jeroglíficos no tenían mayor sentido

para nosotros. Un hombre ha vuelto a encontrar la clave, ha abierto las necrópolis de la ciencia

antigua y ha dado a su siglo todo un mundo de teoremas olvidados, de síntesis sencillas y

sublimes como la naturaleza, irradiando siempre de la unidad y multiplicándose como los

números, con tan exactas proporciones, que lo conocido demuestra y revela lo desconocido.

Comprender esta ciencia es ver a Dios.


sábado, 18 de mayo de 2013

Autoridad Moral Por Medio De Un Ministerio Eficaz


 
 
Si la ciencia afirmara que no sabe, se destruiría a sí misma. La ciencia no sabrá hacer la obra de la fe, así como la fe no podrá decidir en materia de ciencia. Una afirmación de la fe, que la ciencia tuviera la temeridad de estudiar, no sería para ella sino un absurdo, por lo mismo que una
afirmación científica que nos diera un artículo de fe sería absurda en el orden religioso. Creer y saber son dos términos que nunca pueden confundirse.
Pero tampoco sabrían oponerse el uno al otro en un antagonismo corriente. En efecto, es imposible creer lo contrario de lo que se sabe sin dejar, por esto mismo, de saberlo. Y es igualmente imposible llegar a saber lo contrario de lo que se cree sin dejar de creerlo inmediatamente.
El negar o incluso oponerse a las decisiones de la fe en nombre de la ciencia es probar que no se comprende la una ni la otra. En efecto, el misterio de un Dios en tres personas no es un problema de matemáticas; la encarnación del Verbo no es un fenómeno cuyo estudio sea propio de la medicina; la redención escapa a la crítica de los historiadores. La ciencia es absolutamente impotente para decidir lo que está bien o mal en cuanto a creer o no creer en un dogma de fe. Ella sólo puede constatar los resultados de la creencia, o estudiar si la fe hace en realidad mejores a
los hombres, ya que si la fe misma, considerada como un hecho fisiológico, es verdaderamente una necesidad y una fuerza, será forzoso para la ciencia el admitirla y tomar el sabio partido de contar siempre con ella.
Nos atrevemos a afirmar ahora que existe un hecho inmenso, apreciable igualmente por la fe y por la ciencia; un hecho por el cual Dios se hace visible en múltiples formas sobre la tierra; un hecho incontestable y de alcance universal. Este hecho es la manifestación en el mundo, a partir de la época donde comienza la revelación cristiana, de un espíritu que desconocían los antiguos, un espíritu evidentemente divino, más positivo que la ciencia en sus obras, más hermosamente
ideal en sus aspiraciones que la más alta poesía, un espíritu por el cual ha hecho falta crear una nueva palabra, del todo desconocida en los santuarios de la antigüedad. Esta palabra ha sido creada, y demostraremos que este nombre o expresión es en religión, tanto para la ciencia como para la fe, la expresión del absoluto. La palabra es CARIDAD, Y el espíritu del cual hemos
hablado es el espíritu de caridad.
Delante de la caridad, la fe se prosterna y la ciencia se inclina vencida. Hay aquí
evidentemente algo más grande que la humanidad. Por sus obras, la caridad prueba que ella no es un sueño. Es más fuerte que todas las pasiones; triunfa sobre el sufrimiento y la muerte; hace que Dios sea comprendido en todos los corazones y parece colmar desde ya la eternidad por la iniciada realización de sus legítimas esperanzas.
Ante la caridad viva y actuante, ¿cuál sería el Proudhon que se atrevería a blasfemar? ¿Cuál el Voltaire que osaría reír?
Colocad unos sobre otros los sofismas de Diderot, los argumentos críticos de Strauss, las ruinas de Volney, cuyo nombre es adecuado, pues este hombre sólo podía crear ruinas, las blasfemias de aquella revolución cuyas voces se ahogaron a veces en la sangre y otras veces en el silencio del desprecio. Añadid a ello todo lo que el futuro puede reservamos en cuanto a monstruosidad y vano ensueño; traed luego a la más humilde y sencilla de todas las hermanas de la caridad. El mundo dejará a un lado todos sus errores, todos sus crímenes, todas sus malvadas
ensoñaciones, para inclinarse ante aquella sublime realidad.
¡Caridad!, divina palabra, ¡única palabra que puede hacemos comprender a Dios, ya que contiene toda una revelación! ¡Espíritu de caridad, unión de dos palabras que son toda una solución y todo un porvenir! ¿Cuál sería, en efecto, la pregunta que estas dos palabras no pudieran responder?
¿Qué es para nosotros Dios, sino el espíritu de caridad? ¿Qué es lo ortodoxo? ¿No es acaso el espíritu de caridad que no discute sobre cuestiones de fe a fin de no impresionar la confianza de los pequeños y de no perturbar la paz de la comunión universal? Así, ¿qué otra cosa es la Iglesia universal sino una comunión en espíritu de caridad? Es por el espíritu de caridad que la Iglesia es infalible, y por él existe la divina virtud del sacerdocio.
Deber de los seres humanos, garantía de sus derechos, prueba de su inmortalidad, felicidad eterna iniciada por. ellos sobre la tierra, meta gloriosa para su existencia, medio y fin de sus esfuerzos, perfección de su moral individual, civil y religiosa, el espíritu de caridad comprende todo, se aplica a todo, puede esperado todo, emprender todo y realizado todo.
Es por el espíritu de caridad que Jesús, al expirar sobre la cruz, dio a su madre un hijo en la persona de San Juan y, al triunfar sobre las angustias de tan terrible suplicio, exhaló un grito de salvación y liberación diciendo: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu.»
Es por la caridad que doce artesanos de Galilea han conquistado el mundo. Ellos han amado la verdad más que a su vida, y han ido ellos solos a decirla a los pueblos y a los reyes; probados por las torturas, fueron encontrados fieles. Ellos han mostrado a las multitudes la inmortalidad viviente en su muerte y han regado la tierra con una sangre cuyo calor no puede extinguirse, ya que ellos se hallaban inflamados de los ardores de la caridad.
Es por la caridad que los apóstoles han constituido su símbolo. Ellos han dicho que creer juntos vale más que dudar por separado; han constituido la jerarquía en base a la obediencia rendida tan grande y tan noble por el espíritu de caridad que servir de tal forma es reinar; ellos han formulado la fe de todos y la esperanza de todos y han colocado este credo bajo la égida de la caridad de todos. Desgraciado de aquel egoísta que se apropie una sola palabra de la herencia del
Verbo, ya que sería un deicida al intentar desmembrar el cuerpo del Señor.
Este credo es el arcano santo de la caridad y cualquiera que le toque será convicto de muerte eterna, puesto que la caridad se retiraría de él. ¡Es la herencia sagrada de nuestros hijos y es el precio de la sangre de nuestros padres!
Es por la caridad que los mártires encontraron consuelo en las prisiones de los césares, atrayendo a su creencia incluso a sus guardianes y ejecutores.
Es en nombre de la caridad que San Martín de Tours protestó contra el suplicio de los priscilianos y se apartó de la comunión del tirano que pretendía imponer la fe por la espada.
¡Es por la caridad que tantos santos han llevado consuelo al mundo de los crímenes cometidos en nombre de la religión misma, y de los escándalos del santuario profanado!
Es por la caridad que San Vicente de Paúl y Fenelón se han ganado la admiración de los siglos más impíos y han hecho caer. desde el pasado la risa de los hijos de Voltaire, ante la dignidad imponente de sus virtudes.
¡Es, en fin, por la caridad, que la locura de la cruz ha llegado a ser la sabiduría de las naciones,
ya que todos los corazones nobles han comprendido que es más grande
creer, junto con los que
aman y se desvelan, que dudar con los egoístas y los esclavos del placer!