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jueves, 30 de mayo de 2013
Fe Grito de la Razón
La fe no es la credulidad tonta, propia de la ignorancia maravillada. La fe es la conciencia y la confianza del amor. La fe es el grito de la razón que persiste en negar el absurdo, aun delante de lo desconocido. Es un sentimiento necasario al alma, como la respiración a la vida: es la dignidad del corazón y la realidad del entusiasmo. La fe no consiste en la afirmación de talo cual símbolo, sino en una aspiración constante y verdadera a todas las verdades ocultas tras los simbolismos. ¿Un ser humano rechaza una idea indigna de la divinidad, destroza las falsas imágenes, se rebela contra las idolatrías odiosas, y vosotros diríais que se trata de un ateo? Los perseguidores de la decadente Roma llamaban también ateos a los primeros cristianos, en vista de que éstos no adoraban a los ídolos de Calígula o de Nerón. Negar toda una religión, filosofía y ciencia e incluso todas las religiones, antes que adherirse a fórmulas que la conciencia rechaza, es un valiente y sublime acto de fe. Todo hombre que sufre por sus convicciones es un mártir de la fe. El podrá no saber explicarse, pero prefiere la justicia y la verdad antes que cualquier otra cosa; no le condenemos sin oírle. Creer en la verdad suprema no es definirIa, y declarar que se cree en ella es reconocer que se la ignora. El apóstol San Pablo limita toda la fe a dos cosas: Creer que Dios existe y que El recompensa a quienes le buscan. La fe es más grande que las religiones, puesto que necesita menos de los artículos de la creencia. Un dogma cualquiera no constituye sino una creencia y pertenece a una comunión especial; la fe es un sentimiento común a la totalidad de la humanidad. Cuanto más se discute para precisar, menos se cree; un dogma viene a ser una creencia 'que una secta se apropia, con lo cual se queda con una parte de la fe universal. Dejemos que los sectarios hagan y rehagan sus dogmas, a los supersticiosos que detallen y formulen sus supersticiones, dejemos a los muertos que sepulten a sus muertos como dijo el Maestro, y creamos en la verdad indecible, en el absoluto que la razón admite sin comprenderlo, en aquello que presentimos sin saberlo. Creamos en la razón suprema. Creamos en el amor infinito y miremos con piedad las estupideces de la escolástica y las barbaries de la falsa religión. ¡Oh hombre! Dime lo que tú esperas y te diré lo que tú vales. Tú oras, tú ayunas, tú velas, ¿y crees que con ello vas a escapar solo, o casi solo, a la inmensa perdición de los hombres devorados por un Dios celoso? Eres un hipócrita y un impío. Haces de la vida una orgía y esperas la nada como sueño, eres, pues, un enfermo o un insensato. Estás dispuesto a sufrir como los otros y por los otros y esperas la salud de todos, eres entonces sabio y justo. Esperar no es vivir en el temor. Sentir temor de Dios. ¡Qué blasfemia! El acto de esperanza es la oración. La oración es la expansión del alma en la sabiduría y el amor eternos. Es la mirada del espíritu hacia la verdad, es el suspiro del corazón hacia la suprema belleza. Es la sonrisa del niño hacia su madre. Es el murmullo del bien amado que se inclina hacia los brazos de su bien amada. Es la dulce alegría del alma amorosa que se diluye en un océano de amor. Es la tristeza de la esposa en la ausencia de su esposo. Es el suspiro del viajero que piensa en su patria. Es el pensamiento del pobre, que trabaja para alimentar a su esposa y sus hijos. Oremos en silencio y elevemos hacia nuestro Padre desconocido una mirada de confianza y de amor; aceptemos con fe y resignación la parte que El nos ha dado en las penurias de la vida, y todos los latidos de nuestro corazón serán palabras de oración. ¿Acaso tenemos necesidad de mostrar a Dios aquellas cosas que le pedimos y El no conocerá lo que nos es necesario? ¡Si lloramos, ofrezcámosle nuestras lágrimas; si estamos alegres, ofrezcámosle nuestra sonrisa; si El nos golpea, bajemos la cabeza; si El nos acaricia, durmamos entre sus brazos! Nuestra oración llegará a ser perfecta cuando oremos sin saber que lo estamos haciendo. La oración no es un clamor que ensordece los oídos, es un silencio que penetra en el corazón. Dulces lágrimas vienen a humedecer los ojos, y los suspiros se escapan como el humo del incienso. En ella, nos sentimos presa de un amor inefable por todo lo que es bondad, verdad y justicia; una vida nueva palpita en ella y no tememos el morir, pues la oración es la vida eterna de la inteligencia y el amor, es la vida de Dios sobre la tierra. ¡Amarse los unos a los otros, he aquí la ley y los profetas! Meditad y comprended estas palabras. ¡Y cuando las hayáis comprendido no leáis más, no busquéis más, no dudéis más, amad! ¡No seáis más sabios, no seáis más eruditos, amad! Esta es toda la doctrina de la verdadera religión; religión significa caridad y Dios mismo no es sino amor. Os he dicho ya, amar es dar. El impío es aquel que absorbe a los demás. El hombre piadoso es aquel que se expande hacia la humanidad. Si el corazón del hombre concentra en sí mismo el fuego con el cual Dios le ha animado, es un incendio que todo lo devora y no dejará sino cenizas; pero si dejamos que irradie hacia los demás, se convertirá en un dulce sol de amor. El hombre se debe a su familia, la familia se debe a la patria, la patria a la humanidad. El egoísmo humano merece el aislamiento y la desesperación; el egoísmo de la familia merece la ruina y el exilio; el egoísmo de la patria merece la guerra y la invasión. El hombre que se aísla de todo amor humano diciendo: Yo serviré a Dios, se equivoca. Pues, dice el apóstol San Juan, ¿si no amamos al prójimo a quien vemos, como podremos amar a Dios, a quien no vemos? Es preciso dar a Dios lo que es de Dios, pero no por ello se debe rehusar al César lo que es del César. Dios es aquel que da la vida. César es aquel que puede dar la muerte. Es preciso amar a Dios y no temer al César, pues está escrito en el libro sagrado: Aquel que hiera por la espada, perecerá por la espada. ¡Queriendo ser buenos, seréis justos; al querer ser justos, seréis libres! Los vicios que hacen al hombre semejante a la bestia, son los primeros enemigos de su libertad. ¡Mirad a un borracho y decidme si puede ser libre en medio de tal inmundicia brutal! El avaro maldice la vida de su padre y, como el cuervo, tiene hambre de carroña. El ambicioso quiere ruinas, es un envidioso que delira; el libertino escupe sobre el seno materno y colma de engendros las entrañas de la muerte. Todos estos corazones sin amor son castigados con el más cruel de los suplicios: el odio. Pues bien sabemos que el propio pecado lleva consigo su expiación. El que obra el mal es como una vasija de terracota mal acabada, la fatalidad le romperá.
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