Siendo la fe una aspiración hacia lo desconocido, el objeto de la fe es, absoluta y
necesariamente, el misterio.
Para formular sus aspiraciones, la fe se ve obligada a tomar de lo conocido imágenes y
aspiraciones.
Pero ella utiliza de manera singular estas formas, y las reúne de una manera que no es posible
para el orden común. Tal es la razón profunda del aparente absurdo del simbolismo.
Veamos un ejemplo:
Si la fe afirma que Dios es impersonal, se podría concluir de ello que Dios no es más que una
palabra o, en el mejor de los casos, una cosa.
Si ella afirma que Dios es una persona, se representaría de ello un infinito inteligente, bajo la
forma, necesariamente delimitada, de un individuo.
Ella nos dice: Dios es Uno, en tres personas, con lo cual expresa que es concebible en El la
unidad y el número.
La fórmula del misterio excluye necesariamente la inteligencia misma de esta fórmula, en
tanto que ha sido prestada del Verbo de las cosas conocidas, pues, si pudiéramos comprenderla,
ella no estaría expresando lo desconocido, sino lo conocido.
Entonces pertenecería a la ciencia más que a la religión o a la fe.
El objeto de la fe es como un problema matemático donde la incógnita escapa a los
procedimientos de nuestra álgebra.
La matemática absoluta se limita a probar la necesidad y, por consiguiente, la existencia de
este principio desconocido, que se representa por una incógnita intraducible.
La ciencia avanzará en su indefinido progreso, pero éste siempre se referirá a lo finito, y nunca
podrá encontrar en este lenguaje la expresión de lo infinito. Así, el misterio es eterno.
Hace falta aportar a la lógica de lo conocido una profesión de fe, para hacer brotar de ella y de
sus bases positivamente lógicas el reconocimiento de la imposibilidad para explicar lo
desconocido a través de la lógica.
Para los israelitas, Dios estaba separado de la humanidad; El no habitaba en las criaturas, lo
cual representa un egoísmo infinito.
Para los musulmanes, Dios es una palabra, ante la cual debemos prosternarnos, sobre la fe de
Mahoma.
Para los cristianos, Dios se halla revelado en la humanidad, El se prueba a través de la caridad,
y reina mediante el orden de la jerarquía constituida.
La jerarquía es así guardiana del dogma. Ella quiere que se respete en éste la letra y el espíritu.
Los sectarios que, en nombre de su razón, o mejor, de su sinrazón individual, se han atrevido a
tocar el dogma, han perdido al hacerlo el espíritu de caridad y se han excomulgado ellos mismos.
El dogma católico -es decir, universal- merece este bello nombre en cuanto resume todas las
aspiraciones religiosas del mundo; afirma la Unidad de Dios, junto con Moisés y Mahoma, y
reconoce en El la Trinidad infinita de la eterna generación, siguiendo a Zoroastro, Hermes y
Platón; concilia con el Verbo único de San Juan los números vivientes de Pitágoras, y esto
pueden constatarlo la ciencia y la razón. Así, este dogma es el más perfecto ante la misma razón y
ante la ciencia y el más completo que hasta ahora ha logrado producirse en el mundo. Si la
ciencia y la razón están de acuerdo en ello, no les pedimos nada más.
Dios existe, no hay sino un solo Dios, y El castiga a quienes obran el mal, ha dicho Moisés.
Dios está por doquier, está dentro de nosotros, y lo que hacemos de bien a los seres humanos
lo hacemos a El, dijo Jesús. ¡Temed!, tal es la conclusión del dogma de Moisés. ¡Amad!, es la
conclusión del dogma de Jesús.
El ideal de la vida de Jesús en la humanidad es la encarnación.
La encarnación necesita la redención y la logra, en nombre, ya no de la solidaridad, sino de su
reverso, o sea, la comunión universal, principio dogmático del espíritu de caridad.
Sustituir el arbitrio humano por el legítimo despotismo de la ley, colocar, en otros términos, la
tiranía en lugar de la autoridad, ha sido la obra de todos los protestantismos y de todas las democracias.
Lo que los hombres llaman libertad, no es más que la sanción de una autoridad ilegítima,
o mejor, la ficción del poder no sancionado por la autoridad.
Juan Calvino protestaba contra los inquisidores de Roma, para darse a sí mismo el derecho de
quemar a Miguel Servet. Todo pueblo que se haya liberado de un Carlos I o un Luis XVI ha
tenido que sufrir un Robespierre o un Cronwell, y siempre hay un antipapa, más o menos
absurdo, detrás de todos los movimientos contra el papado legítimo.
La divinidad de Jesucristo no existe sino dentro de la Iglesia católica, a la cual ha transmitido
jerárquicamente su vida y sus poderes divinos. Esta divinidad es sacerdotal y real por comunión,
pero fuera de ella toda afirmación de la divinidad de Jesucristo es idólatra, ya que El no sabría ser
un Dios separado de los otros.
Poco importa para la verdad católica el número de los protestantes.
¿Si todos los hombres fueran ciegos, acaso sería ésta una razón para negar la existencia del
sol?
La razón, al ir en contra del dogma, prueba ampliamente que ella no lo ha inventado, pero se
ve forzada a admirar la moral que resulta de este dogma. Así, si la moral es una luz, hace falta
que el dogma sea un sol; la claridad no proviene de las tinieblas.
Entre los dos abismos del politeísmo y el deísmo absurdo y limitado, no hay sino un posible
camino en el medio: el misterio de la Santísima Trinidad.
Entre el ateísmo especulativo y el antropomorfismo, no hay más que un término medio: el
misterio de la encarnación.
Entre la fatalidad inmoral y la responsabilidad draconiana que lleva a la condenación de todos
los seres, no hay más que un medio: el misterio de la redención.
La Trinidad es la fe.
La encarnación es la esperanza.
La redención es la caridad.
La Trinidad es la jerarquía.
La encarnación es la divina autoridad de la Iglesia.
La redención es el sacerdocio único, infalible, indefectible y católico.
La Iglesia católica posee así un dogma invariable y, por su misma constitución, se halla en la
imposibilidad de corromper la moral; ella no innova, sino que explica. Así, por ejemplo, el
dogma de la Inmaculada Concepción no es nuevo, sino que está contenido por entero en el
Teotokón del concilio de Efeso, y éste a su vez es una rigurosa consecuencia del dogma católico
de la encarnación.
Por lo mismo, la Iglesia católica no hace las excomuniones, sino que se limita a declararlas. y
sólo ella puede hacerlo, puesto que sólo ella es guardiana de la unidad.
Por fuera de la nave de Pedro, no existe sino el abismo. Así, los protestantes son como
aquellos que, fatigados por el cabeceo, se arrojaran ellos mismos al mar para escapar a marearse.
Es acerca de la catolicidad, tal como está constituida en la Iglesia romana, que haría falta
aplicar lo dicho por Voltaire de Dios, con tanto atrevimiento.
Si ella no existiera, haría falta inventaria. Pero si existiera un hombre capaz de inventar el
espíritu de caridad, también habría inventado a Dios. La caridad no se inventa. Ella se nos revela
por sus obras, y es así como podemos exclamar junto con el Salvador del mundo: ¡Dichosos los
puros de corazón, pues ellos verán a Dios!
Comprender el espíritu de caridad es llegar a la inteligencia de todos los misterios.
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