viernes, 10 de mayo de 2013

“La Sabiduría, soplo del poder divino."




Bienvenido querido lector, a este blog, en él estaré exponiendo fragmentos de diversos textos de profunda sabiduría referente a la Filosofia y Ciencia antigua.
Le pido que  abra su mente al análisis de los textos aquí expuestos y que comentaremos, realizando así un viaje refrescante a nuestro interior esperando que sea de apoyo en los momentos de decaimiento por los que esta pasando el hombre hoy en día.
Que los comentarios abonen la semilla que todos llevamos dentro y así florezca una mejor visión de nuestro alrededor.


Los filósofos no han reflexionado suficientemente sobre el hecho fisiológico de la religión en la humanidad: en efecto, la religión existe por encima de toda discusión dogmática. Es una facultad del alma humana, tanto como la inteligencia y el amor. Mientras existan seres humanos, existirá la religión. Así considerada, ella no es otra cosa que la necesidad de un idealismo infinito, necesidad que justifica todas las aspiraciones al progreso, que inspira todas las devociones e impide que la virtud y el honor sean tan sólo palabras al servicio de alimentar la vanidad de los tontos y débiles, para provecho de los fuertes y hábiles.
Es a esta innata necesidad de creencia a lo que podemos llamar con propiedad religión natural, y todo lo que tienda a limitar y disminuir el desarrollo de dicha creencia está, dentro del orden religioso, en oposición a la naturaleza. La esencia del propósito religioso es el misterio, puesto que la fe comienza en lo desconocido y abandona todo el resto a las investigaciones de la ciencia.
De ello resulta que la duda viene a ser mortal para la fe. Ella intuye que la intervención de un ser divino es necesaria para superar el abismo que separa lo finito de lo infinito, y afirma dicha intervención con todo el ímpetu de su corazón y toda la docilidad de su inteligencia. Por fuera de este acto de fe, la necesidad religiosa no encuentra satisfacción y viene a cambiarse en escepticismo y desesperación. Pero para que el acto de fe no sea un acto de locura, la razón precisa que éste sea dirigido y reglamentado. ¿Por quién?, ¿por la ciencia? Hemos visto que la ciencia nada puede allí. ¿Por la autoridad civil? Es absurdo. Haría falta que los sacerdotes fueran vigilados por los gendarmes.
Queda entonces la autoridad moral, como la única que puede constituir el dogma y establecer la disciplina del culto, esta vez de acuerdo con la autoridad civil, pero no bajo sus órdenes. Hace falta, en una palabra, que la fe proporcione a la necesidad religiosa una satisfacción verdadera, completa, permanente e indudable. Para ello será precisa una afirmación absoluta e invariable del dogma, conservado por una jerarquía apropiada. También será necesario un culto eficaz que, junto con una fe absoluta, brinde una sustancial realización a los signos de la creencia.
Así entendida, esta religión será la única que puede satisfacer la natural necesidad religiosa, y la única que puede llamarse verdaderamente natural, con lo cual llegamos a una doble definición: la verdadera religión natural es la religión revelada; y la verdadera religión revelada será la religión jerárquica y tradicional que se afianza muy por encima de las discusiones humanas por la comunión en la fe, la esperanza y la caridad.
Al representar la autoridad moral y realizarla por medio de su ministerio eficaz, el sacerdote será infalible y santo, mientras que la humanidad se encuentra sujeta al vicio y al error. El sacerdote, al actuar como tal, es siempre el representante de Dios. Poco importan las faltas o incluso los crímenes del hombre. Cuando Alejandro VI llevaba a cabo una ordenación, no era el envenenador el que imponía las manos a los obispos, era el Papa. Como tal, Alejandro VI nunca llegó a corromper ni a falsificar los dogmas que le condenaban a él mismo, ni los sacramentos que, al ser administrados por su mano, salvarían a otros y a él mismo no le justificarían. Siempre han existido mentirosos y criminales, pero en la Iglesia jerarquizada y autorizada por lo divino, no se han dado ni se darán jamás malos Papas ni malos sacerdotes. Maldad y sacerdocio son dos palabras que no pueden ir juntas.
Hemos mencionado al Papa Alejandro VI y pensamos que este ejemplo será suficiente, sin que por ello dejen de existir otros casos justamente execrables. Muchos grandes criminales han llegado a deshonrarse ellos mismos doblemente, a causa del carácter sagrado de que estaban revestidos; pero no les ha sido posible deshonrar este carácter, que siempre permanecerá radiante y espléndido por encima de la humanidad pecadora.
Hemos dicho que no hay religión sin misterios; añadiremos que no existen misterios sin
símbolos. El símbolo es la fórmula o la expresión del misterio, que viene a expresar su
profundidad ignota mediante paradójicas imágenes tomadas de lo conocido. La forma simbólica, al representar lo que se encuentra por encima de la razón científica, necesariamente debe estar por fuera de dicha razón. De ahí la frase célebre y perfectamente justa de un padre de la Iglesia:
Yo creo, puesto que es absurdo, credo quin absurdum.


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