La religión existe en la humanidad, como en el amor. Ella es única, como él.
Como él, ella puede existir o no existir en talo cual alma; pero, se la acepte o se la niegue, ella
existe en la vida y en la humanidad como en la naturaleza, y es indiscutible ante la ciencia e
incluso ante la razón.
La verdadera religión es aquella que siempre ha existido, existe y existirá siempre.
Se puede afirmar que la religión es esto o aquello: la religión es lo que es. Es ella misma, y las
falsas religiones son las supersticiones que la imitan, que toman prestado de ella, mentirosas
sombras de su ser.
Puede decirse de la religión lo que se afirma del verdadero arte: los bárbaros ensayos en la
pintura o la escultura son tentativas de la ignorancia para llegar a la verdad. El arte se prueba por
sí mismo, irradia con su propio esplendor y es único y eterno como la belleza.
La verdadera religión es bella, y es por este divino carácter que ella se impone a los respetos
de la ciencia y al asentimiento de la razón.
La ciencia no sabría afirmar o negar sin temeridad aquellas hipótesis del dogma que son
verdades por la fe; pero está en capacidad de reconocer a ciencia cierta la religión única y verda
dera, es decir, aquella que merece entre todas este nombre de religión, al reunir en sí todos los
caracteres que informan a esta grandiosa y universal aspiración del alma humana.
Una sola cosa, que es evidentemente divina para todos, se manifiesta en el mundo.
Es la caridad.
La obra de la verdadera religión está en producir, conservar y dar expansión al espíritu de
caridad.
Para conseguir dicho fin, hace falta que ella posea en sí misma todos los signos de la caridad,
de suerte que se la pueda llamar con toda propiedad una caridad organizada.
Y, ¿cuáles son los signos de la caridad?
Es San Pablo quien nos los indicará: La caridad es paciente.
Paciente como Dios, puesto que es eterna como El. Ella sufre todas las persecuciones sin
llegar jamás a perseguir a nadie.
Ella es amable y amorosa; atrae hacia sí al pequeño, y no rechaza al grande.
Ella no es celosa; ¿de qué o de quién podría serIo? ¿Acaso no tiene ella la mejor parte, de que
nunca será despojada?
Ella no es revoltosa ni intrigante.
Ella carece de orgullo. No tiene ambición, ni egoísmo, ni cólera.
No supone nunca el mal ni triunfa jamás por la injusticia, ya que tiene puesta toda su alegría
en la verdad.
Ella todo lo sufre, sin tolerar nunca el mal,
Ella todo lo cree. Su fe es sencilla, sumisa, jerárquica y universal.
Ella todo lo sostiene. y nunca impone un peso que no hubiera soportado la primera.
La religión es paciente: es la religión de los grandes trabajadores del pensamiento; es la
religión de los mártires.
Ella es amable como Cristo y los apóstoles, como Vicente de Paúl y Fenelón.
Ella no envidia las dignidades ni los bienes de la tierra. Es la religión de los padres del
desierto, de San Francisco de Asís, y San Bruno, de las hermanas de la caridad y los hermanos de
San Juan de Dios.
Ella no es revoltosa ni intrigante. Ella ora, hace el bien y espera.
Ella es humilde y dulce. No inspira sino la devoción y el sacrificio. Ella posee, en fin, todos
los signos de la caridad, ya que es la caridad misma.
Los hombres, por el contrario, se muestran impacientes, perseguidores, celosos, crueles,
ambiciosos, injustos, y lo hacen incluso en nombre de esta religión a la que ellos podrán
calumniar, pero nunca harán mentir. Los hombres pasan y la verdad es eterna.
Hija de la caridad y creadora a su turno de ella, la verdadera religión es en esencia realizadora;
ella cree los milagros de la fe, ya que los realiza a diario en cuanto practica la caridad. Porque una
religión que vive la caridad bien puede vanagloriarse de realizar todos los sueños del amor
divino. En esta forma, la fe de la iglesia jerárquica transforma en ella el misticismo en realismo,
por la eficacia de sus sacramentos.
Por muchos símbolos y muchas figuras que existan, si éstos no se apoyan en la gracia, no
podrán dar realmente lo que prometen. La fe lo anima todo, convierte de alguna manera todo en
forma visible y palpable. Las mismas parábolas de Jesucristo poseen un cuerpo y un alma. En
ellas se muestra a Jerusalén la casa del rico malvado. Los simbolismos dispersos de las religiones
primitivas, dados de lado por la ciencia y privados de la vida de la fe, se asemejan a osamentas
blanquecinas, como las que cubrían los campos de Ezequiel. El espíritu del Salvador, que es
espíritu de fe y caridad, ha insuflado sobre esta materia inerte, y todo lo que estaba muerto ha
recobrado una vida tan real que no reconoceríamos en los vivos de hoy a los cadáveres de ayer. Y
no es necesario reconocerles, puesto que el mundo ha sido renovado, y ya San Pablo ha quemado,
en Efeso, los libros de los hierofantes. ¿Fue la suya una acción bárbara, un gran atentado contra la
ciencia? No, puesto que su intención era quemar los antiguos sudarios de los resucitados, para
ayudarles a olvidar la muerte. ¿ Por qué, pues, hoy nos tornamos hacia los orígenes cabalísticos
del dogma? ¿Por qué relacionamos las figuras de la Biblia con las alegorías de Hermes? ¿Es para
condenar a San Pablo? ¿O acaso para llenar de dudas a los creyentes? Ciertamente no. Pero tampoco
los creyentes tendrían necesidad de nuestro libro. Ellos no lo leerán, ni querrán
comprenderlo.
Sin embargo, queremos mostrar, frente a la locura inmensa de aquellos que no admiten que la
fe se liga a la razón de todos los siglos, a la ciencia de todos los sabios. Queremos forzar la libertad
humana hacia el respeto de la autoridad divina, a la razón, para que reconozca las bases de la
fe, para que a su turno, la fe y la autoridad nunca más lleguen a proscribir la libertad ni la razón.
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