El
espíritu humano siente vértigo ante el misterio. El misterio es el
abismo que atrae sin cesar
nuestra
curiosidad inquieta ante sus increíbles profundidades.
El
más grande misterio del infinito es la existencia de Aquel para
quien todo carece de
misterio.
Al
comprender el infinito que es en su esencia incomprensible, El mismo
es el misterio
infinito
y eternamente insondable, es decir, que El es, bajo toda apariencia,
ese absurdo por
excelencia
en el que creía Tertuliano.
Necesariamente
absurdo, puesto que la razón debe renunciar para siempre a
comprenderlo;
necesariamente
accesible por creencia, puesto que la ciencia y la razón, lejos de
llegar a demostrar
que
no existe, se ven fatalmente movidas a reafirmar la fe en su
existencia y a adorarlo ellas
mismas
con los ojos cerrados.
Siendo
este absurdo la fuente infinita de la razón, la luz que eternamente
resurge de la eterna
tiniebla,
la ciencia, esta Babel de la mente, puede doblar y multiplicar sus
espirales siempre en
ascenso,
podrá hacer oscilar la tierra, pero nunca llegará al cielo.
Dios
es aquello que eternamente estamos aprendiendo a conocer. Por tanto,
nunca llegaremos
a
ello totalmente.
Sin
embargo, el dominio del misterio es un campo abierto a las conquistas
de la inteligencia.
Se
puede llegar allí con audacia; nunca se llegará a reducir su
extensión; tan sólo se cambiará de
horizonte.
Todo saber es el sueño de lo imposible, pero desgraciado de aquel
que no osare
aprenderlo
todo y que no comprenda que para saber alguna cosa es preciso
resignarse a estudiar
siempre.
Se
dice que para aprender bien hace falta olvidar muchas veces. El mundo
ha seguido este
método.
Todo lo que se cuestiona en nuestros días ha sido ya resuelto por
los antiguos, con
anterioridad
a nuestros anales, sus soluciones escritas en jeroglíficos no tenían
mayor sentido
para
nosotros. Un hombre ha vuelto a encontrar la clave, ha abierto las
necrópolis de la ciencia
antigua
y ha dado a su siglo todo un mundo de teoremas olvidados, de síntesis
sencillas y
sublimes
como la naturaleza, irradiando siempre de la unidad y multiplicándose
como los
números,
con tan exactas proporciones, que lo conocido demuestra y revela lo
desconocido.
Comprender
esta ciencia es ver a Dios.
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