A menudo nos entristece pensar que la vida más bella está destinada a tener su fin, y que la proximidad de ese terrible desconocido llamado muerte nos eclipsa todas las alegrías de la
existencia.¿Por qué nacer si se ha de vivir tan poco? ¿Por qué criar con tantos cuidados a los niños que luego morirán? He aquí lo que se pregunta la ignorancia humana en medio de sus dudas más tristes y frecuentes.
Y he aquí también lo que podría preguntarse el embrión humano próximo al nacimiento, que le va a precipitar en un mundo desconocido, al despojarle de su envoltura protectora. Estudiemos
el misterio del nacimiento y llegaremos a entender la clave del gran arcano de la muerte.
Depositado por las leyes de la naturaleza en el seno materno, el espíritu encarnado va despertando lentamente y elaborando con esfuerzo los órganos que más tarde le serán indispensables, pero que, a medida que van creciendo, aumentan su malestar en su situación presente. El tiempo más dichoso de la vida del embrión es aquel en el cual, bajo la simple forma de una crisálida, extiende alrededor de él la membrana que le servirá de asilo y que nada junto con él dentro de un líquido que le conserva y alimenta. Entonces es libre e impasible, vive de la vida universal y recoge la sabiduría del aprendizaje realizado por la naturaleza, que más tarde irá a determinar la forma de su cuerpo y los rasgos peculiares de su rostro. A esta edad dichosa se podría llamar la infancia del embrión.
Viene enseguida la adolescencia, la forma humana se perfecciona y el sexo se determina, y dentro del seno materno ocurre un movimiento similar a las vagas ensoñaciones que siguen a la
infancia: la placenta, que constituye el cuerpo exterior y real del feto siente que alguna fuerza desconocida germina en éste, como impulsándole a escaparse y a romperla. Es entonces cuando
el niño entra de una forma más precisa en el mundo de los sueños, su cerebro refleja como un espejo el de la madre y reproduce con tanta fuerza las imaginaciones, que llega a comunicar la forma a sus propios miembros. Por entonces, la madre es para el niño lo que es Dios para nosotros, o sea, una providencia desconocida e invisible, a la cual aspira hasta el punto de identificarse con todo lo que ella admira. El embrión tiende hacia ella, vive gracias a ella y no puede verla, ni sabría llegar a comprenderla y, si él pudiese filosofar, es factible que hasta negara la existencia personal y la inteligencia de esta madre que hasta entonces sólo constituye para su percepción una prisión fatal y un mecanismo de conservación. Poco a poco, a medida que esta servidumbre le causa molestias, él se mueve, se atormenta, sufre y piensa que su vida va a terminar. Cuando llega la hora de máxima angustia y convulsión, sus lazos se desatan y siente que va a caer en el abismo de lo desconocido. De pronto, cae, una dolorosa sensación le hace estremecerse, un extraño frío le invade, y lanza un último suspiro que se convierte en un primer grito; ¡ha muerto a la vida embrionaria y ha nacido a la vida humana!
Durante la vida embrionaria le parecía que la placenta era su cuerpo y, en efecto, representaba para él como un cuerpo especial de ese estado, pero que sería inútil para otra vida y por ello será arrojado como un desecho junto con el nacimiento.
Nuestro cuerpo de la vida humana es también como una envoltura, que se tornará inútil para una tercera vida, y es por esto que le abandonamos en el momento de nuestro segundo nacimiento.
Comparada con la vida celeste, la vida humana es un verdadero estado embrionario. Cuando las malas pasiones nos destruyen, la naturaleza produce un aborto y nacemos antes de tiempo para la eternidad, lo que nos expone a esa terrible disolución que San Juan denomina la segunda muerte.
De acuerdo a la tradición permanente de los extáticos, los abortos de la vida humana permanecen flotando en la atmósfera terrestre sin poder superarla, hasta que poco a poco, ésta les absorbe y ahoga. Ellos tienen forma humana, pero siempre imperfecta y trunca: a uno le faltará una mano, a otro un brazo, aquel sólo tendrá el torso o aún será sólo una pálida cabeza que rueda.
Aquello que les impide remontarse hasta el cielo es una herida que han recibido durante el estado humano, herida moral, que les ha causado una deformidad física y, por esta herida, pierden progresivamente toda su existencia.
Bien pronto, su alma inmortal quedará desnuda y ,para esconder su vergüenza, se fabricará a cualquier precio un nuevo velo, siendo obligada a precipitarse en las tinieblas exteriores y atravesar lentamente el mar muerto, es decir, las aguas estancadas del antiguo caos.
Estas almas heridas constituirán las larvas de un segundo estado embrionario, alimentarán su cuerpo sutil con el vapor de la sangre derramada y se ocuparán de temer la punta de las espadas.
A menudo, ellas se ponen alIado de los seres humanos viciosos, y se nutren de su vida, como el embrión se nutre del seno materno. Pueden entonces tomar las formas más horribles para
representar los desenfrenados deseos de aquellos que las alimentan y son ellas las que aparecen bajo la figura de demonios a los miserables practicantes de las indecibles obras de la magia negra.
Estas larvas temen a la luz, sobre todo a la luz de la mente. Una chispa de inteligencia basta para aterrarlas y precipitarlas en ese mar muerto que es preciso no confundir con el lago palestina
del mismo nombre. Todo lo que hemos revelado aquí pertenece a la hipotética tradición de los videntes y no podría afirmarse delante de la ciencia sino en nombre de esa filosofía excepcional
que Paracelso llamaba la filosofía de la sagacidad, Philosophia sagax.
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