El equilibrio humano se basa en dos atracciones: una hacia la muerte, la otra hacia la vida. La fatalidad es el vértigo que nos lleva hacia el abismo; la libertad es el esfuerzo razonable que nos eleva por encima de las atracciones fatales de la muerte.
¿Qué es un pecado mortal? Es una apostasía de nuestra libertad; un abandono que hacemos de nosotros mismos a las leyes materiales que nos impulsan hacia lo más pesado; un acto injusto es un pacto con la justicia: por ello, toda injusticia es una abdicación de la inteligencia. Caemos entonces bajo el imperio de la fuerza, donde las reacciones van a romper siempre todo lo que se salga de su equilibrio.El amor hacia el mal y la adhesión formal de la voluntad a la injusticia son los últimos esfuerzos de la voluntad agonizante. El hombre, a pesar de lo que pueda hacer, es más que el bruto y no sabe abandonarse como éste a la fatalidad. Es preciso que escoja y que ame. El alma desesperada que se cree enamorada de la muerte se encuentra con todo más viva que un alma sin amor. La actividad en pro del mal puede y deberá conducir al hombre hacia el bien, por contragolpe y reacción. El único mal sin remedio es la inercia.
A los abismos de la perversidad se oponen por correspondencia los de la gracia; Dios ha forjado a menudo santos de los mismos malvados, pero nunca ha hecho esto con los tibios y los cobardes.
Bajo pena de condenación, es preciso trabajar y obrar. En esto la naturaleza hace lo suyo, y cuando no avanzamos con todo nuestro coraje hacia la vida, ella se encarga de precipitarnos con todas sus fuerzas hacia la muerte. A los que se niegan a marchar, les arrastrará.
Un hombre a quien podemos llamar el gran profeta de los ebrios, Edgar A. Poe, este sublime alucinado, este genio de la extravagancia lúcida, nos ha pintado con la más espantosa realidad las pesadillas de la perversidad...
«He matado a ese viejo por ser bizco. -Lo hice, ya que no dejaba de mirar así.»He aquí la terrible contrapartida del Credo quia absurdum, de Tertuliano.
Blasfemar contra Dios e injuriarle es a veces un último acto de fe. «Los muertos no te alaban, Señor», dijo el salmista, y podemos atrevemos a añadir: «Los muertos no te blasfeman.»
¡Oh! Hijo mío, decía un padre inclinado sobre el lecho de su hijo, caído en letargia luego de un violento acceso de delirio: Insúltame, aún más, pégame, muérdeme...! Así al menos sentiría que
vives aún... ¡pero no permanezcas para siempre en el terrible silencio de la tumba!
Ocurre siempre que un gran crimen es como una protesta contra una gran tibieza. Cien mil sacerdotes honestos hubieran conseguido, por medio de una caridad más activa, prevenir el
atentado del miserable Verger. La Iglesia debe juzgar, condenar, castigar a un eclesiástico escandaloso, pero no tiene el derecho de abandonarle a las tentaciones de la miseria y el hambre y al frenesí de la desesperación.
No hay pensamiento más terrible que. el de la nada; y si alguna vez pudiera llegar a formularse su concepto, si se hiciera posible admitirlo, el infierno mismo sería entonces una esperanza.
He aquí por qué la misma naturaleza busca e impone la expiación como un remedio; he aquí la razón de que el suplicio compensa, como muy bien lo comprendió ese gran católico llamado Joseph de Maistre. He aquí por qué la pena de muerte forma parte del derecho natural, y no desaparecerá jamás de las leyes humanas. La falta cometida por el asesino sería indeleble si Dios no dejara caer su absolución sobre su culpa, bajo la pena del cadalso; en caso contrario, el poder divino abdicaría en favor de la sociedad y, al ser usurpado por los perversos, les pertenecería sin que nada pudiera impedírselo. Entonces, el asesinato se transformaría en virtud, puesto que vendría a ejercer las represalias de la ultrajada naturaleza; la venganza particular sería la protesta contra la ausencia de expiación pública y, con los trozos de la rota espada de la justicia, la anarquía podría fabricar sus puñales.
«Si Dios llegase a suprimir el infierno, los hombres se encargarían de hacer otro para desafiarle», nos decía en alguna ocasión un honrado sacerdote. Y tenía razón: es por esto que el infierno nos tienta con su propia desaparición. ¡Emancipación! tal es el grito de todos los vicios: emancipación del asesinato por la abolición de la pena de muerte; emancipación de la prostituación y del infanticidio por la abolición del matrimonio; emancipación de la pereza y la rapiña por la abolición de la propiedad... De esta manera gira el torbellino de la perversidad, hasta que llega a obtener esta fórmula suprema y secreta: ¡Emancipación de la muerte por la abolición de la vida!
Es mediante las victorias del trabajo que podemos escapar a las fatalidades del dolor. Lo que llamamos muerte no es sino la eterna transmutación de la naturaleza; sin cesar; ella reabsorbe y obliga a retornar a su seno todo aquello que no ha nacido en el espíritu. La materia que es inerte por sí misma no puede existir sino en virtud del movimiento perpetuo, y el espíritu, que es de naturaleza volátil, no puede permanecer sino mediante la adherencia. La emancipación de las leyes fatales mediante la libre adhesión del espíritu a la verdad y al bien, es lo que el Evangelio llama el nacimiento espiritual; la reabsorción en el hogar eterno de la naturaleza es la segunda muerte.
Los seres no emancipados se ven atraídos hacia esta segunda muerte por una fatal gravitación, siendo arrastrados unos por otros, como nos lo describe Miguel Angel magistralmente en su
famosa pintura del juicio final, en donde les vemos pesados y pegajosos, como gentes manchadas, y los espíritus libres deben luchar enérgicamente contra ellos para evitar ser retenidos
a su vez en su vuelo y verse proyectados fatalmente hacia e infierno.
Esta guerra es tan antigua como el mundo; los griegos la representaban bajo los símbolos de Eros y Anteros, y los hebreos por el antagonismo de Caín y Abel.
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