sábado, 1 de junio de 2013

La Sociedad




Las bases de la sociedad están constituidas por la interacción del derecho, el deber y la fe compartida. El derecho es la propiedad, el intercambio es la necesidad, y la buena fe es el deber. Aquel que pretende recibir más de lo que da, o que quiere recibir sin dar, es un ladrón. La propiedad es el derecho para dispensar una parte de la fortuna común; no es un derecho de destrucción ni de secuestro. Destruir o secuestrar el bien público no es poseerlo; es robarlo. He dicho el bien público, puesto que el verdadero propietario de todas las cosas es Dios, quien desea que todo sea de todos, quienquiera que seamos, no podremos llevamos al morir ni uno solo de los bienes de este mundo. Así, lo que nos pertenece un día no es en realidad nuestro. Solamente nos ha sido dado en préstamo. En cuanto al usufructo, éste es resultado del trabajo; pero el trabajo por sí solo no es garantía segura de la posesión, y puede sobrevenir la guerra, el incendio o la devastación, destruyendo la propiedad. ¡Haced, pues, buen uso de las cosas que son perecederas, vosotros que pereceréis antes que ellas! Sabed que el egoísmo provoca el egoísmo, y que la inmoralidad del rico responderá por los crímenes a los pobres. ¿Qué desea el pobre, si es honesto? El desea el trabajo. Usad de vuestros derechos, pero cumplid vuestro deber: el deber del rico es repartir la riqueza; un bien que no circula, está muerto; no atesoréis, pues, la muerte. Un sofista ha dicho: la propiedad es el robo. Y sin duda él se ha referido a la propiedad guardada, sustraída al cambio, sin participación en la utilidad común. Si tal ha sido su forma de pensar, él ha podido ir todavía más lejos y afirmar que tal supresión de la vida pública es un verdadero asesinato. Es el crimen del acaparamiento, que el instinto social ha visto siempre como un crimen de lesa humanidad. La familia es una asociación natural que resulta del matrimonio. El matrimonio es la unión de dos seres que el amor reúne y que se prometen mutua devoción en interés de los hijos que deberán nacer. Dos esposos que tienen un hijo y se separan, son dos impíos. ¿Podrían ellos cumplir la sentencia de Salomón y separar también a su hijo? Prometerse amor eterno es una puerilidad: el amor sexual es, sin duda, una emoción divina, pero es accidental, involuntario y transitorio. Pero, la promesa de recíproca devoción es la esencia del matrimonio y el principio de la familia. La sanción y garantía de esta promesa debe ser una absoluta confianza. Todo acto de celos es una sospecha, y toda sospecha es un ultraje. El verdadero adulterio es el de la confianza: la mujer que se queja de su esposo a otro hombre, el marido que confía a una mujer que no es la suya las tristezas o las esperanzas de. su corazón, ellos traicionan verdaderamente la fe conyugal. Las sorpresas de los sentidos no son infidelidades sino por causa de los hábitos del corazón que se abandona en mayor o menor grado al conocimiento del placer. Fuera de esto, no son más qu_ fallos humanos que deberían ocultarse con vergüenza; son indecencias que hace falta prevenir rehuyendo las ocasiones, pero que nunca se deberían tratar de sorprender; las costumbres son la proscripción del escándalo. Todo escándalo es una torpeza. No se es indecente por tener órganos que el pudor no permite nombrar, pero es obsceno cuando se los enseña. Maridos: ¡esconded las llagas de vuestros asuntos domésticos; no desnudéis a vuestras esposas ante la risotada pública! Mujeres: no hagáis alarde de las miserias del lecho conyugal: esto equivale a inscribiros como prostitutas ante la opinión pública. Hace falta una gran dignidad de corazón para guardar la fe conyugal; es como un acto de heroísmo que sólo las almas grandes pueden llegar a comprender por entero. Los matrimonios que se rompen no son tales; son acoplamientos. La mujer que abandona a su esposo, ¿qué podrá llegar a ser?, no será ya esposa, ni viuda; qué será entonces sino una apóstata del honor, forzada a llevar una vida licenciosa, ya que no es virgen pero tampoco es libre.

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