sábado, 8 de junio de 2013

Fábula de Iniciación Orfica

 
 
Otra fábula concerniente a esto nos llega desde las sombras de la iniciación órfica, y es la de Eurídice, vuelta a la vida por los milagros de la armonía y el amor. Eurídice, con su enorme
sensibilidad, herida en el día mismo de su boda, se refugia en la tumba, estremecida de pudor.
Pronto escucha la lira de arreo, y lentamente retorna hacia la luz; pero las terribles divinidades del Erebus le cierran el paso. Ella quiere seguir al poeta o, mejor, a la poesía que adora..., pero, para
desgracia de su amante, la corriente magnética cambia y puede percibir de una sola mirada aquello que ella únicamente debe esperar, el amor sagrado, el amor virginal, el amor más fuerte
que la tumba que sólo busca la devoción y huye perdido frente al egoísmo del deseo. arreo lo, sabe, pero por un instante lo olvida. Eurídice, con su blanca vestidura de novia, se encuentra
tendida sobre el lecho nupcial, y él está investido con su traje de gran hierofante, de pie, con la lira en su mano, la cabeza coronada por el laurel sagrado, y canta, con los ojos vueltos hacia el
Oriente. El canta, y las luminosas flechas de su amor atraviesan las sombras del antiguo caos, y las olas de dulce claridad fluyen desde el negro pecho de la madre de los dioses, al cual se afianzan dos hermanos, Eros y Auteros... Adonis vuelve a la vida al escuchar el llanto de Venus y se reanima como una flor regada por el brillante rocío de sus lágrimas; Castor y Pólux, a quienes ni la muerte ha podido desunir, se aman a su turno en la tierra y en los abismos infernales...
Entonces, arreo llama dulcemente a su Eurídice, su dulce y bienamada Eurídice:
¡Ah! miseram Euridicem anima fugiente vocabat,
¡Euridicem! toto referebant flumine ripae.
Y mientras canta, la pálida estatua que la muerte había esculpido se colorea con los primeros matices de la vida, y sus blancos labios empiezan a enrojecer como la aurora... arreo la ve,
tiembla, balbucea, el himno va a expirar en sus labios, pero ella palidece de nuevo; entonces, el gran hierofante saca de su lira acentos desgarradores y sublimes, no mira más que hacia el cielo,
llora, implora, y Euódice abre los ojos... ¡Desgraciado!
¡No la mires, canta sin cesar, no espantes la mariposa de Psique que quiere posarse sobre esta flor!... Pero el insensato ha visto la mirada de la resucitada, el gran hierofante cede ante la embriaguez
del amante, su lira cae de sus manos, mira a Eurídice y se lanza hacia ella..., la toma entre sus brazos sólo para encontrarla helada, sus ojos se han cerrado de nuevo, sus labios están
más pálidos y fríos que nunca, su sensibilidad la ha resquebrajado y el delicado lazo del alma se ha roto de nuevo y para siempre... Eurídice está muerta, y los himnos de arreo no podrán volverla
más a la vida.
Una muerte que puede ser interrumpida no es sino una letargia y un adormecimiento, pero es por estos estados que la muerte comienza siempre. El estado de profunda quietud que sobreviene
entonces a la agitación de la vida conduce al alma adormecida y relajada, y no podemos hacerla regresar, forzarla a sumergirse de nuevo en la vida, sino mediante la violenta excitación de todos
sus afectos y sus deseos. Cuando Jesús, el Salvador del mundo, vivía sobre la tierra, la tierra se hizo más bella y deseable que el cielo y, no obstante, fue preciso que Jesús lanzara un grito y
diera una sacudida para volver a la vida a la hija de Jairo. Es con lágrimas y estremecimientos como logra sacar de la tumba a su amigo Lázaro. ¡Tan difícil es interrumpir a un alma fatigada
que duerme su sueño pri mordial!
De cualquier forma, el rostro de la muerte no presenta la misma serenidad para todas aquellas almas que lo contemplan, bien sea porque consideran inalcanzada la meta de su vida o por llevar
onsigo la codicia desenfrenada o el odio insatisfecho, y la eternidad aparece frente al alma ignorante o culpable tan infinita en su proporción de penuria, que ella intenta regresar a la vida
mortal. ¡Cuántas almas agitadas de esta forma por la pe_adilla del infierno se habrán refugiado en sus cuerpos helados y cubiertos ya por el mármol de la tumba! Se han encontrado esqueletos
retorcidos, convulsionados, y se ha dicho: he aquí a hombres que fueron enterrados vivos. A menudo, esto es una equivocación, y casi siempre se trata de aquellos espantados ante la muerte,
resucitados en su sepultura, para quienes el abandono a la angustia frente a la eternidad ha significado la repetición de su agonía.

Un famoso magnetizador, el barón Dupotet, nos cuenta en su secreto libro acerca de la Magia
que es posible matar por magnetismo, igual que por la electricidad. Esta revelación no suena extraña al conocedor de las analogías de la naturaleza. Es cierto que la dilatación o la contracción
extrema del cuerpo astral de un individuo puede producir la separación entre el alma y el cuerpo.
A veces basta con provocar en alguien una violenta cólera o un gran temor para causar su muerte instantánea.
Ha llegado a nosotros una historia de la que no podemos garantizar sus visos de autenticidad.
La narraremos aquí, teniendo en cuenta que puede haber algo de cierto en ella.
Gentes que dudaban al mismo tiempo de la religión y del magnetismo, del tipo de los incrédulos que están abiertos a la superstición y al fanatismo, habían conseguido por dinero que
una pobre chica se prestara para sus experiencias. Esta era de naturaleza nerviosa e impresionable, fatigada de antemano por los excesos de una vida más que irregular, y había perdido el gusto por la existencia. Así, se la duerme y se le ordena ver; ella llora y se debate. Se le habla de Dios, y todo su cuerpo tiembla...
-No -dice ella-, no; me da miedo, no quiero mirarle.
-Mírale, así lo quiero.
Entonces ella abre los ojos; sus pupilas se dilatan, ella se estremece.
-¿Qué ves?
-No sabría decirlo. ¡Oh, por piedad!, ¡por piedad!, ¡despertadme!
-No. Mira y dinos lo que ves.
-Veo una negra noche en la que se mueven como llevadas por un torbellino centellas de todos los colores, en torno a dos ojos inmensos que giran sin cesar. De estos ojos salen rayos que caen
girando vertiginosamente y llenan todo el espacio... ¡ Oh! ¡Esto me hace daño! ¡Despertadme!
-No. Mira bien.
-¿Qué queréis que mire ahora? -Mira hacia el Paraíso.
-No, no me está permitido llegar allí; la gran noche me detiene y me abate siempre.
-Bien, entonces mira hacia el infierno.
Aquí la sonámbula se agita convulsivamente.
-¡No!, ¡no!, grita entre sollozos, ¡no quiero; siento vértigo, caeré, ¡oh!, ¡retenedme!,
jretenedme!
-No, desciende.
-¿Adónde queréis que descienda?
-Al infierno.
-¡Pero es horrible! ¡No!, ¡no!, ¡no quiero ir allí!
-Ve.
-¡Piedad!
-Ve. Así lo ordeno.
Los gestos de la sonámbula se tornan impresionantes a la vista; sus cabellos se crispan sobre su cabeza; sus ojos, completamente abiertos, están completame.nte blancos; su pecho se contrae y
deja escapar una especie de estertor.
-Ve allí, yo lo quiero así, repite el magnetizador.
-Allí estoy, dice entre dientes la desgraciada, cayendo agotada; luego, ella ya no responde. Su
cabeza inerte cuelga sobre su espalda, sus brazos caen a lo largo de su cuerpo; se acercan a ella, la tocan; demasiado tarde, intentan revivirla, el crimen está hecho, la mujer ha muerto, y los
autores de esta experiencia sacrílega sólo pueden agradecer a la incredulidad pública en materia de magnetismo el hecho de no ser perseguidos. La autoridad constata su muerte, atribuyéndola a
la ruptura de un aneurisma. El cuerpo no presenta huella alguna de violencia, se le hace enterrar y todo se ha acabado.
He aquí otra anécdota, que nos han transmitido los compañeros de la vuelta a Francia:
Dos compañeros se alojaron en la misma posada y compartían el mismo cuarto. Uno de ellos tenía el hábito de hablar dormido y respondía en tal estado a las preguntas que su camarada le
dirigía. Una noche, lanza de imprevisto tales gritos que su compañero despierta y le pregunta qué sucede.
-¿Pero acaso no lo ves? -dice el durmiente-. ¿No ves aquella piedra inmensa que se esta desprendiendo de la montaña? Va a caer sobre mí y me va a destrozar...
-¡Y bien, sálvate!
-Imposible; tengo los pies atrapados entre zarzas que se estrechan de continuo... ¡Ah!,
¡socorro! He aquí la gran piedra que cae ahora sobre mí.
-Toma, pues, esto -dice su compañero-, arrojando a su cabeza su almohada con intención de despertarle.
Un grito terrible, extrañamente estrangulado en la garganta, una convulsión, un suspiro, luego... nada. El bromista se levanta, tira de los brazos a su amigo, le llama, se llena a su turno de
temor, grita, acuden de la casa... el desgraciado sonámbulo ha muerto.

 

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